«La salud femenina»
A menudo hablamos de inequidad en salud para nombrar la falta de equidad u homogeneidad observable en la distribución de la enfermedad, aunque una definición más completa debe incluir también –a mi parecer– la falta de equidad en los niveles asistencial e investigador. Hombres y mujeres son, como es fácilmente observable, dos poblaciones aparentemente iguales en derechos en nuestra sociedad, pero diferentes en materia de salud. Sin embargo, tradicionalmente se ha considerado la existencia de una población (un «paciente», una humanidad), resultando en la invisibilización, bajo el manto de una pretendida normatividad, de una enorme complejidad de realidades no únicamente tan válidas como aquella tomada como referencia, sino incluso –como apuntábamos hace un momento– más numerosas. La normatividad, tal como se enseña en las facultades de medicina, se basa en la clasificación de presentaciones clínicas, respuestas a los tratamientos, etc. típicas y atípicas que es en muchas ocasiones relativamente absurda. Estas presentaciones no responden efectivamente a una distinta probabilidad de ocurrencia temporal, sino a un patrón idiosincrático de enfermar o sanar hasta cierto punto predecible en base a características individuales, producto de la biología, de la cultura o de ambas.
El establecimiento de poblaciones y subpoblaciones puede resultar, en sí mismo, discriminatorio e injusto. Tiene, en todo caso, un efecto lingüístico performativo claro. Ello es lo que se hace cuando se emplean, por ejemplo, expresiones tan androcéntricas como «salud de la mujer», expresión referida habitualmente al ámbito ginecológico y relacionados. Esta expresión se enmarca en un contexto cognitivo en el cual la salud es una, universal y masculina, y por tanto los «casos especiales», las subpoblaciones específicas dentro de este humano universal, tienen que considerarse a parte y recibir una denominación específica. Nadie usa la expresión «salud del hombre» o «clínica para el hombre» para referirse a especialidades como la urología (que, aunque no exclusivamente, trata la patología del aparato genital masculino) o la andrología. Nadie parece reparar en el hecho que la cardiología, la neumología, la hepatología, etc. también forman parte de un sistema sanitario que atiende a las pacientes mujeres; la «salud de la mujer» es sinónimo de todo lo concerniente al aparato genital femenino, y ello se basa en el reduccionismo biológico heteropatriarcal que significa a la mujer como ser reproductor. Lo específicamente concerniente a ella es «femenino»; lo común, lo concerniente a lo humano, es «universal», y como el universal es masculino, la humanidad se transforma en el hombre. La persona que tenemos delante en la consulta, o bien es un hombre («el paciente») o bien es un ser con vagina, que cuando precisa ser encajado en las especialidades médicas no específicamente femeninas –¡oh, sorpresa!– responde mal, se comporta atípicamente ante nuestras anamnesis, pruebas e intervenciones. Incluso se empeña en presentar cuadros clínicos atípicos y médicamente inexplicables, como la fibromialgia. Por ello nos puede generar, como clínicos, complejas entramados emocionales de frustración e incomprensión, que derivan en los correspondientes mecanismos de defensa (evasión, evitación, hastío para con la paciente y sus demandas, que deslegitimaremos y desacreditaremos desde nuestro sacro saber médico). La paciente, ser perceptivo como es característico de cualquier ser humano, advertirá nuestro desagrado, nuestro desencanto, incluso nuestro miedo a verla una y otra vez sin que nuestro paradigma mental y científico pueda responder a su sufrimiento; y posiblemente, agotada otra vía más en su desesperado recorrido por el sistema sanitario, esta paciente acabe arrastrando su problema de salud hasta la puerta de proveedores de servicios milagrosos varios, donde quizás será tratada con bolitas homeopáticas de glucosa a 40 euros el botecito. Se establece y mantiene, por tanto, un sistema que aumenta la probabilidad de cronificación o eternización de los síntomas, lo cual puede propiciar su integración –facilitada por el personal sanitario– en la biografía personal (por ejemplo, en forma de autocaracterización como persona «débil», «torpe», «nerviosa» o «depresiva», caracterizaciones que los psicólogos estamos habituados a escuchar en consulta, mucho más frecuentemente en pacientes femeninas que masculinos).
La justificación del encaje deficiente de la periferia del poder en las sólidas estructuras nosológicas que les son ajenas pasa necesariamente por el ejercicio del lenguaje. Atípico, que fundamentalmente quiere decir no-normativo, aunque conecta con significados como raro o recalcitrante («mira que eres atípica, hija mía, ¡debería darte vergüenza darnos tanto trabajo!», parecemos decir a nuestras pacientes al usar tales expresiones); fibromialgia o síndrome del intestino irritable, diagnósticos de exclusión, entidades tan vagas que parecen palabrejas inventadas para seguir sonando médicos mientras decimos, más o menos, «no tengo ni idea de lo que te pasa, pero lo que es seguro es que eres muy nerviosa» (¿y quién no iría por la vida nerviosa en un mundo hecho para las necesidades de otras personas?); fatiga crónica, una verdadera perla (¿cómo no vas a estar crónicamente fatigada si llevas 20 años soportando una triple jornada laboral?). A propósito del lenguaje, he aquí un ejemplo curioso. Baron Cohen habla de un contínuum entre el cerebro extremamente masculino –caracterizado por la necesidad de entender y construir sistemas basados en reglas sistemáticas– y el cerebro extremamente femenino –caracterizado por la necesidad de entender los estados mentales del otro y responder adecuadamente–. El cerebro femenino, por tanto, es más emocionalmente y socialmente activo; por el contrario, el masculino es más tendente a lo obsesivo. Es interesante notar cómo a menudo se han usado las palabras “histriónico”, “histérico” o “neurótico” como sinónimos de la forma de funcionar del cerebro femenino, todos ellos términos que conectan con una connotación claramente negativa, mientras que, en cambio, el adjetivo “obsesivo” es, como mínimo, ambivalente (en nuestra sociedad, por ejemplo, se considera positivo trabajar de forma continuada y tenaz, “obsesiva”)….
No son «nervios» ni es «normal»: el cansancio o la irritabilidad son síntomas
Las mujeres han sido durante mucho tiempo consideradas como una subpoblación específica, siendo menos estudiadas; y la falta de ciencia ha dado lugar al mito, con lo cual existen muchas creencias entre los y las mismas profesionales sanitarias acerca de los problemas de salud propios de las mujeres. Como nos recordaba la Dra. Lluïsa Garcia-Esteve, experta en perspectiva de género en salud mental, el año pasado en una conferencia en la Universitat Autònoma de Barcelona, Aristóteles manifestaba encarecidamente que las mujeres tenían menos dientes que los hombres, y conforme a esta creencia actuó probablemente toda su vida sin ocurrírsele pedir a ninguna de las dos esposas que tuvo que abriera la boca para poder contárselos. Para comprender esta conducta, debemos obligatoriamente situarnos en un marco cognitivo en el cual la importancia de los atributos que puedan o no tener las mujeres es absolutamente nula, fuera del potencial cómico o anecdótico –despreciativo y legitimador de la violencia estructural– que puedan tener para el hombre. De hecho, autores clásicos como Freud (aunque misógino empedernido) o Marcé ya formularon algunos de los principios básicos de la perspectiva de género en salud, por lo que hay quien opina que lo que ha tenido lugar es un proceso de alejamiento o «desenfoque» de la clínica. Este alejamiento es solo subsanable si se reencuentra la lente de la perspectiva de género. Ello no resulta sorprendente, conociendo la tendencia uniformizadora que durante muchas décadas ha adoptado la medicina, muy ligada a la restricción del prestigio a las disciplinas metodológicamente parecidas a las ciencias puras. Sin embargo, aunque la aparición de la ciencia desplace al mito, debemos tener en cuenta que la ciencia no es neutra, porque a menudo los estudios científicos se diseñan de forma sesgada.
«La falta de ciencia ha dado lugar al mito, con lo cual existen muchas creencias entre los y las mismas profesionales sanitarias acerca de los problemas de salud propios de las mujeres»
Aunque ya hace tiempo que no está prohibido incluir mujeres en edad fértil en los ensayos clínicos, y que numerosos organismos internacionales han pasado a promover que se haga, no todos los ensayos clínicos que se publican son adecuadamente representativos en cuestión de sexo-género en relación a la situación clínica que pretenden estudiar (Holdcroft, 2007); y en muy pocos se realiza un análisis de los datos específico de género. Las consecuencias más dramáticas de la exclusión sistemática de la mujer en la investigación biomédica se dan en la práctica clínica, donde por norma general se olvida –o, más frecuentemente, se ignora por completo– la perspectiva de género. Por ejemplo, el cansancio y el dolor son dos de los síntomas más frecuentes en las mujeres, seguidos de depresión y ansiedad; se trata de síntomas asociados a la anemia, y se ha visto que un alto porcentaje de mujeres padecen anemia no diagnosticada. Pues bien, un médico o médica con perspectiva de género solicitaría por sistema una analítica con hemograma completo de una mujer en etapa reproductiva, cosa que actualmente no siempre se hace. En cambio, si un hombre de mediana edad viene quejándose de bajo estado de ánimo, dolores inespecíficos e incapacitantes por todo el cuerpo, y un cansancio que le hace la vida imposible, probablemente se irá del consultorio con una cita para una extracción de sangre, como mínimo. Existen en la praxis clínica multitud de estereotipias de género que determinan una actitud distinta del médico ante un o una paciente; es frecuente, por ejemplo, que se justifiquen y deslegitimen síntomas con creencias absolutamente absurdas e incluso descalificatorias, como por ejemplo decir que una mujer sometida a una doble jornada laboral que se queja de astenia “solo quiere la baja” o que la depresión postparto es normal “porque el parto te pone muy nerviosa”. Dichas estereotipias, combinadas con la ignorancia que propicia la perpetuación de creencias varias, se halla detrás de la violencia obstétrica, que puede definirse como el conjunto de actitudes y conductas médicas irrespetuosas y degradantes hacia las pacientes en el transcurso de los procesos fisiológicos del embarazo y el parto. Aunque, remarco, cuando hablamos de sesgos y perspectiva de género en salud es un inmenso error centrarnos en las esferas específicas de la salud femenina. En resumen: si tomamos y estudiamos al hombre –tanto en sentido literal como semiológico– como prototipo y luego extrapolamos sus idiosincrasias a la población general, nos situaremos ante un panorama de conocimiento parcial –o de desconocimiento más o menos total– de la realidad femenina. Ante este desconocimiento, el sujeto podrá proceder fundamentalmente de dos formas: (a) asignar a la mujer las características que sabemos ciertas para el hombre, asumiendo así que la mujer es fundamentalmente un «hombre con vagina», igual que durante mucho tiempo una criatura fue un «hombre pequeño (extrapolación androcéntrica); o (b) asignar a la mujer características propias por comparación relativa con las que creemos ciertas para el hombre, en términos de «es más X» o «es menos Y» o “no es tan Z” como el hombre, usando para determinar el sentido de estas desviaciones el corpus de creencias y roles de género que establece el sistema heteropatriarcal. Tenemos aquí, pues, –¡qué sorpresa!– los dos mecanismos básicos –ya clásicos– de la génesis del sesgo de genero según Ruiz y Verbrugge en 1997, reenunciados por Risberg, Johansson y Hamberg en 2009. Hablamos, por tanto, de una profunda y radical desigualdad de salud por motivo de género, evitable y esencialmente injusta. Incorporar la perspectiva de género en la salud es un reto para gestores y profesionales que requiere hacer nuestro el concepto de salud integral, en el cual la salud es un proceso en el cual interactúan la biología, el contexto social y la experiencia vivida; factores que, indiscutiblemente, afectan de manera diferente a hombres y mujeres. Un sistema sanitario que no lo tenga en cuenta no puede ser equitativo ni democrático.
Lee la primera parte de este post: Sesgo y perspectiva de género en medicina (I)
Jessica Mireya Gutiérrez Jandres dice
Me encanto leer este articulo Dra. Elisabet Tasa, describe perfectamente lo que sucede en mi contexto laboral, donde se esta queriendo fomentar la perspectiva de genero, pero aun es muy incomprendido, leerle me ha dado luz para adentrarme mas en ello y poder ir visualizando en mi trabajo dicha perspectiva, pero tengo que botar aun ideas construidas desde mi infancia, creo que el reconocimiento de ello ya es el primer paso.