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Ira, ¿cómo la canalizamos?

marzo 11, 2016 por Esperanza García Sancho 8 comentarios

Tu jefe tiene un mal día y te hace una crítica bastante negativa y poco merecida sobre tu trabajo. Te sientes enfadado y algo frustrado, sin embargo, la relación jerárquica, y un poco de sentido común, consiguen que inhibas cualquier reacción o conducta agresiva contra él; pero te resulta imposible olvidar lo que ha pasado y dejar de darle vueltas. Al final de lo que no ha sido un buen día, llama tu madre para recordarte una vez más que hasta mayo no te quites el sayo y que has olvidado llamar a tu abuela para felicitarla por su cumpleaños. Entonces… ¡zas! Te desquitas de tu malestar con ella a través de alguna mala contestación o desdén hacia lo que te está diciendo… ¿Qué ha pasado para que reacciones así con tu bien intencionada madre?

Para escribir esta entrada, como buena científica, comencé recogiendo datos empíricos y fiables en la mejor de mis fuentes: mis amigas. Les pedí, a modo de sondeo, que me contaran con quién tienden a pagarla cuando están enfadadas o se sienten mal. La respuesta fue clara: las madres. Por tanto, sírvame este ejemplo para introducir un fenómeno que en los últimos años ha recobrado vida en la investigación y que, en nuestra vida cotidiana, todos en algún momento hemos utilizado: la agresión desplazada.

El término agresión desplazada se refiere a aquellas situaciones en las que una persona nos provoca enfado pero nosotros no reaccionamos de forma agresiva hacia esa persona, sino que agredimos a otra, que en principio, nada tiene que ver con aquello que nos originó esa emoción.

El término agresión desplazada se refiere a aquellas situaciones en las que una persona nos provoca enfado pero nosotros no reaccionamos de forma agresiva hacia esa persona, sino que agredimos a otra, que en principio, nada tiene que ver con aquello que nos originó esa emoción. Esto, además de la injusticia que supone que alguien sin aparente culpa pague por los pecados de otro, puede llegar a derivar en problemas de grave repercusión. Y es que existen múltiples formas de ser agresivos, ya sea a través de golpes, empujones, gritos, rumores, mentiras, manipulación de las relaciones sociales, exclusión social, amenazas, insultos…

Por ello, al margen de estas leves descargas de enfado hacia nuestras madres –que prácticamente figuran como obligatorias en el contrato de ser hijo– hay otras formas más peligrosas de agresión desplazada que sí merecen ser consideradas desde la psicología. Comprender cómo funciona la agresión desplazada permite explicar una serie de situaciones, a menudo muy usuales, en las cuáles no alcanzamos a entender la razón por la que, en ausencia de conflicto, alguien se está portando de una forma agresiva con nosotros, ya sea un compañero de trabajo, de clase, un amigo, padre, hermano…  Además, este tipo de agresión parece que está implicado también en formas más intensas y graves como la violencia en la pareja o la presencia de comportamientos violentos durante la conducción en carretera (Denson, Pedersen, & Miller, 2006).

Pero… ¿cómo podemos llegar a ser capaces de pagar nuestro enfado con otros?

La rumiación de la ira

Dejando al margen la consideración de otras muchas variables que han mostrado estar relacionadas con el desempeño de conductas agresivas, algunos autores expertos en el tema proponen la rumiación de la ira como uno de los caminos que nos llevan a arremeter contra aquellos que no son responsables de nuestro enfado (Denson, 2013).

La rumiación de la ira puede conceptualizarse como un tipo de pensamiento repetitivo y perseverante asociado a un evento que nos ha generado ira.  Son esos pensamientos recurrentes que se dirigen, de forma constante, a situaciones que nos molestan porque nos implican personalmente o porque suponen una injusticia social (“¿cómo puede la gente comportarse así?”, “no puedo creer que haya sido capaz de hacerme esto”, “recuerdo perfectamente como si fuera ayer la discusión, detalle a detalle, no me la quito de la cabeza”).  ¡Ojo! No me refiero al hecho de considerar intolerable determinados sucesos o a reflexionar acerca de una situación en la que hemos discutido con alguien, pero sí a engarzar en pensamientos reiterados asociados al enfado. Seguramente no te resulte complicado identificar a alguien de tu entorno el cual parezca incapaz de dejar de pensar, con un tono de considerable indignación, en situaciones que le resultan injustas socialmente o en la que ellos mismos se han sentido provocados o perjudicados por otra persona.

¿Cómo afecta la rumiación de la ira a desplazar la agresión en otros?
Retomando el ejemplo del inicio podríamos explicarlo de la siguiente forma: tras el conflicto con tu jefe comienzas a darle vueltas y más vueltas a lo que ha pasado, es decir, entras en un proceso de rumiación de la ira. Los expertos en rumiación y agresión explican cómo la rumiación mantiene activo en el tiempo e incluso intensifica el sentimiento de enfado, la presencia de pensamientos hostiles y un alto nivel de activación fisiológica que facilitan una respuesta agresiva (Pedersen, Denson, Gross, Vasquez, Kelley, & Miller, 2011). Además, tanto los procesos de autocontrol necesarios para inhibir la agresión como la rumiación requieren el consumo de recursos cognitivos para poder ser puestos en marcha. Si estamos utilizando esos recursos en la rumiación, tendremos menos recursos cognitivos disponibles para los procesos de autocontrol, resultando más complicado frenar el impulso agresivo (Denson, DeWall, & Finkel, 2012). Esto explica que cuando tu madre te recuerda una vez más que te abrigues, ese leve fastidio de escuchar constantemente lo mismo, unido al malestar emocional incrementado por la rumiación, y la falta de recursos cognitivos para ejercer autocontrol, provoque en ti una reacción agresiva de magnitud desproporcionada.

Los expertos en rumiación y agresión explican cómo la rumiación mantiene activo en el tiempo e incluso intensifica el sentimiento de enfado, la presencia de pensamientos hostiles y un alto nivel de activación fisiológica que facilitan una respuesta agresiva

Diferentes estudios realizados en contextos de laboratorio añaden evidencias empíricas a esta teoría. Bushman, Bonacci, Pedersen, Vasquez, & Miller (2005) realizaron varios experimentos en los que provocaban a los participantes poniendo en duda su talento y capacidad tras realizar una tarea de solución de anagramas. A un grupo les pidieron que rumiaran acerca de cómo se habían sentido tras recibir la dura crítica por parte del evaluador, mientras que otro grupo recibió instrucciones de pensar en otras cosas no relacionadas con lo que había pasado o cómo se habían sentido. Transcurrido un intervalo de tiempo (desde 25 minutos a 8 horas), aquellos participantes a los que se les había pedido que rumiaran, mostraron conductas agresivas con una tercera persona, a través de acciones como ordenar que ingirieran comida muy picante, que escucharan sonidos estridentes y molestos o desaconsejando su contratación para un codiciado puesto de trabajo. Aunque todos habían recibido la provocación inicial, las personas que rumiaron la ira fueron más agresivas que aquellas que no rumiaron.  Entonces, si es desaconsejable que rumiemos, ¿qué hacemos con nuestro enfado?

La importancia de saber gestionar las emociones negativas

El maestro Yoda se equivocaba, no es la ira lo que nos llevará al lado oscuro –entiéndase agresión desplazada– sino lo que hacemos con ella. Enfadarse es algo normal que le ocurre a todo el mundo. El ahínco de algunos por desproveernos de sentir las emociones negativas no hace sino generar mayor frustración ante tal irrealizable cometido. Tras una discusión con un amigo, tienes derecho a enfadarte. Si alguien dice algo negativo de ti, estás legitimado a sentirte mal.  Dada esa emoción de ira, tenemos la opción de rumiar y darle vueltas, recreándonos en los detalles de la discusión, y en el autoconvencimiento repetitivo de que no merecíamos lo que nos han hecho, y favoreciendo, como hemos visto, una posible conducta agresiva.  Por otra parte, podemos optar por otra alternativa y usar nuestras habilidades emocionales para comprender esa emoción de enfado, valorar la situación, tomar decisiones en función de lo que queremos conseguir y manejar de forma adecuada ese malestar.

En los últimos años ha comenzado a surgir una línea de trabajo centrada en explorar el papel protector que las habilidades emocionales, más conocida por todos como Inteligencia Emocional, tiene sobre la agresión, resaltándose la relevancia de regular eficazmente nuestras emociones.

La evidencia científica apunta a que las personas con menos inteligencia emocional tienden a rumiar más su enfado y a comportarse de forma más agresiva (García-Sancho, Salguero, Fernández-Berrocal, 2014; 2016). Afortunadamente, algunos estudios nos muestran que el entrenamiento para mejorar estas habilidades emocionales puede llegar a reducir la incidencia de la agresión (Castillo, Salguero, Fernández-Berrocal, & Balluerka, 2013).

El escritor y científico Isaac Asimov (1951) hacía alusión a la violencia como el último recurso del incompetente; en nuestro deseo está que podamos dotar a las personas de las competencias emocionales necesarias para gestionar eficazmente las emociones e impedir que la violencia, hacia inocentes o culpables, sea una opción o recurso.
Mientras ese día llega, supongo que podemos seguir pagando el enfado –de forma leve y con cariño– con nuestras pacientes madres…

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Acerca de Esperanza García Sancho

Esperanza García Sancho es Doctora en Psicología y trabaja como profesora en la Universidad de Málaga. Sus principales intereses son el estudio del papel de las habilidades emocionales en el comportamiento agresivo y explorar qué variables y mecanismos explican los problemas psicológicos, desde una perspectiva transdiagnóstica, para poder aplicar este conocimiento al ámbito clínico.

Comentarios

  1. Ana R. dice

    marzo 11, 2016 a las 10:23

    Sencillamente cotidiano, es muy fiel a momentos vividos por cualquier persona y muy bueno para reflexionar antes de contestarle a tu paciente madre, empatizar primero con ella, asumir tu malestar que ya se pasará sin rumiación y llegando al lado oscuro solamente desde la pantalla del cine. Gracias por escribir sobre esto, me parece interesante y me ha gustado mucho.

    Responder
  2. Gabriel dice

    marzo 11, 2016 a las 16:26

    El Link al estudio Castillo está mal. Por favor srreglen. Muy interesante.

    Responder
    • Guido Corradi dice

      marzo 11, 2016 a las 16:57

      ¡Muchas gracias! Ya está corregido : )

      Un saludo

      Responder
  3. J M dice

    marzo 11, 2016 a las 18:46

    Qué útil! Es grandioso unir a psicólogos apasionados, esperaré rumiar esta sección 🙂

    Responder
  4. Mori dice

    marzo 15, 2016 a las 23:32

    Interesante artículo, muchas gracias por compartir tus conocimientos.

    Me gustaría preguntar un par de cosas: primero, ¿es cierto que son siempre «las madres» quienes pagan las consecuencias de esta agresión desplazada? Lo pongo entre comillas porque tengo la sospecha de que es extensible a «las personas allegadas», y parece que el grado de familiaridad o proximidad afectiva puede ser un condicionante para que se desencadene esa conducta. ¿Hay alguna investigación al respecto? Y en caso de que sí, ¿qué dice la teoría?

    Y otra pregunta, en un par de simples frases, ¿en qué consistiría una intervención efectiva para evitar o reducir la rumiación de la ira (o más concretamente, la agresión desplazada)?

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  5. Gala Valls dice

    abril 12, 2016 a las 00:47

    Hola!

    Gracias por el artículo, justo estoy haciendo un trabajo de manejo de la ira y me viene de perlas.
    Precisamente hoy le he estado dando vueltas a lo de la rumiación de la ira y algunos autores defienden la parada de pensamiento contra ella. Dada la controversia que tiene esta técnica y que poca evidencia he encontrado a favor, mi pregunta iría en la dirección de Mory. Qué técnica sería más efectiva? El artículo habla de la inteligencia emocional pero parece que se centran en entrenamiento en empatía, cómo se traduce eso a efectos prácticos?

    Gracias y un saludo

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  6. Deva dice

    agosto 10, 2016 a las 02:05

    Las madres reciben la emoción que han ido dejando en sus hijos desde que nacieron. Las madres que han ido «tocando las narices» (como mínimo), reciben lo que han sembrado en sus hijos, cuando estos ya son mayores, y en parte, se han independizado del poder que estas han ejercido sobre ellos. Las madres que no tienen amor, ni cariño, ni empatía, creen que pueden seguir entrometiéndose en la vida de sus hijos (aún siendo estos adultos), por pasiva o por activa. Por eso, y simplemente por eso, son las que a la edad adulta de sus hijos, reciben mayormente la explosión de ira.

    Muy simple el artículo. Aunque estoy totalmente de acuerdo en que debemos enfadarnos, siempre con sentido común y prudencia. Pero….esas madres, esas madres que van de santas cuando sus hijos ya son adultos (egoistamente, claro), han logrado aniquilar en la infancia una legitima actitud que es la defensa. Han creado hijos con «indefensión aprendida». De ahí parte todo.

    Un saludo.

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  7. Gusy dice

    enero 8, 2017 a las 01:23

    Me parece un artículo muy muy interesante, en el que reconozco que yo mismo me he visto reflejado en algún momento de mi vida (si no pregúntenle a mi santa madre a ver qué opina…).
    Me interesa mucho la línea que han sugerido sobre cómo entrenar el evitar esa rumiación a efectos prácticos (¿autocontrol?, ¿meditación?…), y coincido plenamente en que no son solo las «santas madres» las que siempre reciben las agresiones desplazadas, ya que estoy seguro que en ocasiones la agresión la recibe «el primero que pasa por allí» por así decirlo (en forma de empleado a tu cargo, o cualquier persona con el que tengas algún vínculo emocional relativamente fuerte). Es posible que el estar o hablar con nuestras madres nos haga sentir más seguros o confiados que con cualquier otra persona y por ello nos relajemos y dejemos salir esa agresión, sería interesante estudiarlo.

    Gracias por el artículo, espero con ganas el siguiente 🙂

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