Introducción
¿Por qué jóvenes nacidos y educados en Madrid, Bruselas o Londres se van a luchar, poniendo en riesgo su vida, por la yihad? ¿Qué pasa por la cabeza de alguien que deja su vida en Occidente y se va a Oriente Medio con la idea de alistarse al Estado Islámico? ¿Por qué vuelven y pasan años sin llamar la atención y, de repente, deciden asesinar a catorce personas en el centro de París?
Con noticias como la detención en Ceuta hace dos días de cuatro personas «fuertemente radicalizados, dispuestos a cometer un atentado e incluso a inmolarse» o el atentado contra el Charlie Hebdo, el terrorismo ha vuelto a colarse en las portadas de los periódicos y en las conversaciones del día a día. Según Google, el interés por el terrorismo ha vuelto a niveles de hace una década, un año después del 11M:
Ahora, que parecía que habíamos desterrado la preocupación social por el terrorismo, vemos que ha vuelto la amenaza terrorista y con ella toda una serie de preguntas, estereotipos e ideas erróneas que, amplificadas por los medios, dificultan nuestra capacidad de enfrentarnos a este problema.
Por eso comenzamos una serie sobre radicalización, terrorismo y psicología con la idea de rastrear tanto las investigaciones académicas como los documentos abiertos de los cuerpos y fuerzas de seguridad y contraterrorismo. Hablaremos principalmente de los movimientos yihadistas por su actualidad e interés. Aunque, todo hay que decirlo, desde un punto de vista psicológico no hay diferencias significativas entre los distintos tipos de terrorismos y movimiento radicales.
La serie estará formada por tres partes:
- En la primera parte de la serie, la que publicamos hoy, además de unas breves cuestiones terminológicas, hablaremos sobre La radicalización como ‘condición’ y examinaremos la relación del terrorismo con la enfermedad mental, los rasgos de personalidad, la pobreza o la religión.
- En la segunda parte de la serie, La radicalización como ‘proceso’, hablaremos sobre el proceso de radicalización desde sus primeras fases hasta el último momento.
- Y para finalizar, en La radicalización como ‘problema’ hablaremos de la investigación sobre las posibles intervenciones sobre el fenómeno de la radicalización y el terrorismo.
Radicalización, terrorismo y otras inevitables cuestiones terminológicas
Antes de entrar en materia, conviene hacernos una idea un poco más precisa de lo que estamos hablando. Y esa es la parte más delicada porque la idea de que las personas eligen libremente hacer cosas horribles nos resulta difícil de aceptar. Pero es así. Ni la radicalización ni el terrorismo son un lavado de cerebro; esa es una respuesta cómoda pero no se corresponde con la realidad. La vida siempre es un poco más compleja.
Empecemos por lo más evidente. Se puede definir terrorismo como «una sucesión premeditada de actos violentos e intimidatorios ejercidos sobre población no combatiente y diseñados para influir psicológicamente sobre un número de personas muy superior al que suman sus víctimas directas y para alcanzar así algún objetivo, casi siempre de tipo político» (de la Corte, 2006). Hay otras definiciones, pero la idea general es la misma.
No obstante, desde un punto de vista psicológico (Borum, 2011) es más interesante separar la radicalización (el desarrollo de ideologías y creencias extremistas) de las vías de acción (que pueden ser la participación en actos terroristas o no). Como dice el especialista alemán Ruud Koopmans, el radicalismo «no necesariamente incluye o justifica la violencia, puesto que esta última es un comportamiento y no una ideología».
Además, estudiar la radicalización nos permite conocer cómo y por qué surgen los grupos terroristas. Los atentados, como toda conducta, son muy complejos de prever en el vacío. Los procesos de radicalización nos dan un marco muy interesante para abordar el problema y encontrar soluciones política y socialmente asumibles.
Para acabar, solo queda apuntar que, aunque la radicalización ha sido objeto de cada vez una mayor atención por parte de los investigadores y hay consenso sobre su interés psicológico, no existe una definición universalmente aceptada (Veldhuis y Staun, 2009). Eso explica algunos desajustes que nos podamos encontrar en la literatura, aunque la verdad es que para nosotros no es un problema demasiado importante.
El radicalismo como ‘condición’
Es decir, ¿el terrorismo puede estar causado sencillamente por gente que por hache o por be son terroristas en potencia? En principio, parece la explicación más lógica. Veamos qué nos dice la psicología.
El terrorismo no está relacionado con la enfermedad mental
Seguramente lo primero que viene a la mente si unimos las palabras ‘terrorismo’ y ‘enfermedad mental’ es ‘psicópatas’. Es normal, esa ha sido una de las hipótesis clásicas de investigación.
El trastorno de personalidad antisocial suele referirse a un patrón prolongado de manipulación, explotación o violación de los derechos de otros; a menudo este comportamiento es delictivo. Así que parece lógico que los psicópatas puedan ver este tipo de criminalidad de forma atractiva.
Evidentemente, no es imposible que algún psicópata se cuele en una organización terrorista. Pero, por posible, no deja de ser muy improbable. Como afirma el criminólogo Vicente Garrido, el psicópata es el sujeto egocéntrico por excelencia. Eso, aunque hace comprensible la hipótesis, supone problemas institucionales y organizativos casi insalvables para esta hipótesis psicopatológica: el egocentrismo extremo tiene un problema para el establecimiento de las relaciones sociales fiables, algo que es fundamental en las organizaciones terroristas.
Es cierto, como muchos indican, que estos problemas no afectan a los «lobos solitarios», individuos que planifican y llevan a cabo acciones terroristas en solitario. Pero lo cierto es que la práctica totalidad de actividades terroristas son llevadas a cabo por grupos. En España, entre 1995 y 2012, solo el 3,3% de los implicados en casos de violencia yihadista fueron «lobos solitarios» (García-Calvo y Reinares, 2014). Es más, la inmensa mayoría de los atentados y ataques yihadistas que hoy por hoy ocurren en el mundo (en lugares como el Sur de Asia, Oriente Medio y el Norte y Este de África) son ejecutados por miembros de organizaciones yihadistas y no por terroristas independientes (Reinares y García-Calvo, 2013).
Otras teorías psicopatológicas populares han sido la paranoia (que venía a decir que la visión de la realidad de los terroristas era tan delirante que sólo se podía explicar por la paranoia) y las explicaciones ‘biológicas’ (es famosa la tesis de Cesare Lombroso que relacionaba el terrorismo anarquista con la pelagra).
Ambas propuestas han sido descartadas a día de hoy. De hecho, el estudio minucioso de distintos grupos terroristas y sus militantes descartan las hipótesis psicopatológicas – veáse el caso del IRA (Heskin, 1980); de los grupos paramilitares unionistas (Taylor y Quayle, 1994; del Frente de Liberación Nacional de Argelia (Crenshaw, 1981); del Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia (Tölölyan, 2001); de diversos grupos terroristas italianos de extrema izquierda y extrema derecha (Ferracuty y Bruno, 1981); de terroristas yihadistas suicidas (Merari, 1998; Attran, 2003); o de militantes de Al Qaeda (Sageman, 2004).
Por lo que sabemos, no sólo no hay enfermedades mentales vinculadas al terrorismo, sino que es poco probable que una persona aquejada por una enfermedad mental pudiera llegar a ser relevante en el organigrama de una organización terrorista.
Pero al menos habrá personalidades más propensas al terrorismo que otras
En cuanto a los rasgos de personalidad, existen también dos teorías que han gozado de cierta difusión: la tesis de la personalidad autoritaria (Adorno, Frenkel-Brunsqick, Levinson, & Sanford, 1950) y la teoría del trastorno narcisista (Crayton, 1983; Post; 1998)
Con respecto a la personalidad autoritaria, y por circunscribirnos sólo a las críticas más recientes, los trabajos de Kruglanski (como Jost, Glaser, Kruglanski y Sulloway, 2003; Kruglanski y otros, 2006; Kosic, Kruglanski y otros, 2004) permiten conceptualizar el fanatismo y la personalidad autoritaria como una forma de ‘cognición social motivada’, una necesidad mórbida de cierre cognitivo. Esto sugiere, en línea con la mayor parte de académicos de hoy en día, que el fanatismo es cualquier cosa menos extraordinario en las sociedades modernas (de la Corte, 2006; Veldhuis y Staun, 2009).
Si analizamos la teoría de los vínculos entre el narcisimo y la radicalización, podemos ver que tampoco es muy sólida. El trastorno de personalidad narcisista se caracteriza por un sentido exagerado de egocentrismo, una extrema preocupación por uno mismo y una falta de empatía con otras personas. Según Post (1998), la necesidad de un enemigo exterior que refuerce dicho egocentrismo sería clave para el desarrollo del terrorista individual. A priori, parece claro que esta propuesta adolece problemas parecidos a otras hipótesis de las que ya hemos hablado: no está claro cómo una persona con personalidad narcisista podría llegar a formar parte de una organización radical. Por otro lado, lo cierto es que la hipótesis narcisismo-terrorismo no tiene mucho apoyo empírico (Borum, 2004).
En resumen, la investigación sistemática de ese perfil de personalidad entre terroristas de las décadas de los 70s y 80s, y los terroristas del siglo XXI no ha encontrado ningún rasgo común (Precht, 2007). De hecho, un análisis preliminar de las organizaciones terroristas (de sus necesidades y funcionamiento) invita a pensar que se necesita una diversidad importante (de la Corte (2006)). Por tanto, «no existen pruebas suficientes que permitan elaborar un perfil genérico de la personalidad especialmente propensa al terrorismo».
Factores psicosociales
Algunos estudios sugieren que se pueden encontrar algunos antecedentes (Moss, 2011): una visión confusa o incoherente del mundo, desconfianza hacia la cooperación, sensación de amenaza inminente o incertidumbre y una baja autoestima o un sentido limitado de valor personal.
En general, la investigación sobre distintos constructos psicosociales nos regala hipótesis muy a menudo. El mayor problema (como en otros de los apartados que hemos visto) es que no está claro si estos factores son previos o posteriores a la radicalización.
Otros factores sociodemográficos
Probablemente, el factor sociodemográfico que ha sido más frecuentemente mencionado en las discusiones sobre el origen de la radicalización ha sido la pobreza. (Bravo & Dias, 2006; Brock Blomberg, Hess, & Weerapana, 2004a, 2004b; Lichbach, 1989; Portes, 1971).
La pregunta evidente es cómo la pobreza causa la radicalización. Un nexo causal que seguimos sin encontrar. De hecho, estudios como el Bakker (2006) o Sageman (2004) muestran que, aunque la mayoría de los musulmanes europeos radicalizados pertenecen a un nivel socio-económico bajo, los musulmanes radicales se distribuyen a lo largo de todo el espectro económico.
En cuanto al resto de factores sociodemográficos, encontramos una amplia «diversidad de edades, cualificaciones profesionales, situaciones familiares y estatus legal de residencia» (De la Corte y Jordán, 2007).
En España, entre 1995 y 2012, el 97 por ciento de los condenados por actividades relacionadas con el terrorismo tenía entre 16 y 35 años (García-Calvo y Reinares, 2013). Todo fueron hombres (Reinares y García-Calvo, 2013). No obstante, el fenómeno de las mujeres terroristas (en muchos aspectos novedoso) necesitaría más espacio para desarrollarlo.
Esta ausencia de indicadores sociodemográficos útiles no sólo es una problema a nivel de investigación, sino que se extiende a las unidades antiterroristas. Un informe del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD, 2007) dice que «la mayoría de personas que han planeado o llevado a cabo actos terroristas en Europa y Norteamérica llevaron durante al menos los tres años previos vidas corrientes con trabajos corrientes y escasos o inexistentes antecedentes criminales».
La religión
No es mi intención polemizar aquí sobre un tema como este, abonado al debate político. Por un lado, no hemos encontrado una especial relación entre algunas ideologías o religiones concretas y violencia política. Empezando por el hecho de que el primer movimiento radical de la Historia, los monarcómacos, eran cristianos (Walzer, 2008) podemos encontrar grupos radicales de todas las ideologías y religiones (incluyendo el budismo).
Por el otro, es cierto que, según James Piazza (2009), los atentados de motivación religiosa han sido los que más víctimas han causado en el periodo que va entre 1965 y 2005: 38,10 por ataque frente a los 2,41-9,82 por ataque de grupos izquierdistas, derechistas o nacionalistas. También parece cierto que el 80% de los atentados religiosos han sido realizados por grupos yihadistas y que los atentados del islamismo radical han sido más cruentos que los no islámicos (20,7 víctimas frente a 8,7). No obstante, los estudios más interesantes sobre la relación entre las prácticas religiosas y las conductas terroristas (Houmanfar y y Ward, 2012) parecen apuntar a que, desde un punto de vista estrictamente psicológico, los argumentos teológicos o ideológicos no son demasiado fértiles.
Como decía hace unos años Jesús Pérez Triana, «las religiones y sus prácticas no son obra de dios alguno. Son una construcción social donde juega un papel importantísimo la tradición y la elaboración histórica. Si uno recurre a los libros sagrados para tratar de encontrar explicación sobre prácticas religiosas contemporáneas, se encontrará sin respuesta.»
En este sentido, me parece fundamental que introduzcamos la distinción emic/etic en el análisis de este tipo de fenómenos conductuales (Glenn, 1988). Una cosa son las interpretaciones que los individuos dan sobre su conducta, lo «emic», y otra son las contingencias o las estructuras funcionales que de hecho mantienen esas conductas, lo «etic». Y eso, aunque volvamos en el futuro sobre este tema, hay que tenerlo muy claro.
Eso en el caso de que las interpretaciones de las conductas propias vayan en el sentido que creemos. La verdad es que más allá de los ‘comunicados’ (e información extraída en contextos de interrogatorio) solo ahora están empezando a aparecer estudios ambiciosos que estudian las perspectivas emic y durante mucho tiempo hemos tenido muy poca información sobre este tema.
De la radicalización como ‘condición’ a la radicalización como ‘proceso’.
Tras cuarenta años de investigación, el consenso entre los investigadores es que la tendencia a psicologizar o patologizar las explicaciones de las conductas estadísticamente anormales (de la Corte, 2006) no tiene recorrido científico. Las investigaciones actuales apuntan a que hay que pasar a conceptualizar la radicalización más como un proceso que como una condición personal o psicológica (Borum, 2011). De eso hablaremos en la próxima parte de la serie.
Otras entradas de la serie:
Mati Matarredona Martínez dice
Muchas gracias. Me ha encantado.
Javier Jiménez dice
Muchas gracias, Mati. Me alegro de que te haya gustado 😀
Laura dice
Llegué a este blog de rebote desde tuiter y al verlo he pensado en cúanta falta hacía falta algo así.
Espero que os vaya muy bien!
Javier Jiménez dice
¡Gracias! Esperamos estar a la altura de las espectativas =D
Abigail Huertas Patón dice
Interesantísimo y muy facil de comprender. No puedo resistirme a compartirlo.
Un saludo.
Jose Antonio Vallo Suarez dice
Acabo de encontrame con rasgolatente, y la verdad he quedado encantado con vuestra forma simple y eficiente de exponer, soluciones autoaplicables.
Mis felicitaciones
Luis Tovar dice
Ser *radical* significa ir a la raíz de los asuntos y de los problemas. Sólo significa esto, y no otra cosa.
Radical viene del latín «radix» que significa literalmente *raíz*. Esto es, el radicalismo, o el ser radical, es nada más que preocuparse por descubrir y conocer la raíz de un asunto, un problema, una idea, un acontecimiento, o cualquier otro fenómeno, y actuar sobre ella.
Por tanto, ser radical *no* significa ser violento, ni ser fanático, ni ser perjudicial. No conlleva nada de esto. Sin embargo, a menudo se usa como sinónimo de actitudes violentas y dañinas.
Continuamente vemos el término «radical» usado como sinónimo de violento para calificar la conducta de los hinchas de un equipo de fútbol. Cualquiera puede realizar la prueba por sí mismo cuando lea noticias sobre yihadistas, o sobre terroristas en general, y sobre cualquiera que actúe de forma violenta motivado por alguna forma de pensar. Podremos encontrar numerosos ejemplos similares en las que se denomina «radicales» a quienes actúan de forma extremadamente agresiva contra otros.
Creo que no se trata sólo de un problema semántico sino tal vez de alguna clase de intento de demonizar el radicalismo entendido en su sentido originario, es decir, entendido como la actitud que trata de buscar la verdadera causa de los fenómenos e incidir sobre ellos. No me parece que sea inocente o casual que los medios de comunicación hablen del radicalismo habitualmente para asociarlo con acciones violentas.
Criminalizar el radicalismo pareciera alguna clase de táctica para asociar el término a lo dañino, mediante la técnica psicológica del condicionamiento operante, con la finalidad de favorecer así que sólo se consideren aceptables las propuestas superficiales que no atienden a las causas de los problemas.
Este condicionamiento provoca que si alguien propone iniciativas radicales automáticamente será rechazado porque habremos interiorizado que el radicalismo es algo malo de por sí; aunque en la realidad el planteamiento radical no sea violento, ni perjudicial, ni dañino. De este modo, aunque se demuestre que la propuesta radical es viable, razonable, y sensata, será tachada de forma inconsciente sólo por ser radical.
Si rechazamos el radicalismo entonces ya sólo nos queda ser superficiales. Que seamos superficiales es por supuesto lo que el status quo y los poderes establecidos desean ante todo. Quienes se benefician de la injusticia no quieren análisis ni cambios profundos, y sólo aceptan modificaciones cosméticas que no afecten a las relaciones de poder establecidas.
No pretendo revertir el error para defender que el radicalismo sea necesariamente algo bueno en sí mismo. Esto sería la otra cara del mismo error. Una postura radical debe demostrar que es justa y beneficiosa y el solo hecho de ser radical no equivale a que lo sea necesariamente. Nada más pretendo concienciar sobre la demonización en contra del radicalismo y argumentar que el radicalismo no debe ser interpretado como sinónimo de algo malo.