Acabamos hoy nuestra serie sobre radicalización, terrorismo y psicología (I y II) con el post más corto: el dedicado a las formas de combatir la radicalización. Y esto, aunque parezca paradójico, es así por una buena razón: a poco que te adentras en el tema, observas que hay muchos menos estudios sobre cómo termina el terrorismo que sobre cómo empieza (LaFree y Miller, 2008).
Sea como sea, hoy trataré de pespuntar una respuesta parcial y aproximada a una de esas preguntas que hoy por hoy nos parecen inaplazables: ¿Cómo acabar de una vez por todas con el terrorismo? Allá vamos.
Mano dura
El 3 de febrero de este año, se divulgó el vídeo del asesinato del piloto jordano, Moaz al-Kasasbeh. Al día siguiente, Jordania ejecutó a dos presos vinculados al ISIS y bombardeó numerosas posiciones del Estado Islámico. Según un parroquiano de la cafetería donde desayuno y el silencioso asentimiento del resto de los habituales, el rey Abdalá II sí que es un ejemplo de resolución y sentido común ante la amenaza del terrorismo islamista. Plantear el responder con mano dura al terrorismo es cualquier cosa menos original.
Traigo a colación esta anécdota hoy, que vamos a hablar del terrorismo como problema social y de las formas de combatirlo, porque no es un hecho aislado. Las crisis provocadas por los actos terroristas «favorecen generalmente a líderes políticos que optan por una línea dura contra el terrorismo y que son percibidos como gobernantes fuertes que prometen combatir dicho fenómeno en todos sus frentes» (Waldmann, 2006). Es decir, que si queremos hablar sobre como combatir el terrorismo debemos empezar por la respuesta más inmediata: las represalias.
Talión, gurú del contraterrorismo
Hace una década, John Nevin (2003) realizó un imprescindible análisis de cómo la mano dura había funcionado con el terrorismo en siete casos históricos: Palestina (1945-48), Marruecos (1953-56), Argelia (1954-56), Irlanda del Norte (1971-73), España (1973-1983), Sri Lanka (1983-87) y Perú (1991-93). Los resultados fueron claros, no había ninguna evidencia que apoyara el uso de represalias como medida contraterrorista.
Si entonces no había evidencia a favor, conforme ha ido avanzan la investigación todo parece señalar que, de hecho, es muy mala idea. Estudios a fondo como los de Hussain (2010) en el Punyab, Kim y Yun (2011) con el PKK o Perkoski (2010) con ETA evidencian que las represalias no sólo no son una forma eficaz de combatir el terrorismo y la radicalización, sino que ayudan a su mantenimiento y proliferación.
Dentro de este tipo de estrategias, y como vimos durante el año pasado con el caso de la CIA, la tortura aparece como una herramienta legítima. Sin profundizar en el asunto (que daría para otra entrada de Rasgo), sabemos que no sólo es un método poco ético, sino que además es inefectivo.
Está claro que el hecho de que una estrategia ineficaz como la ‘mano dura’ y las represalias sean electoralmente rentables nos supone un serio problema político. Un problema que oscurece la gestión pública y puede provocar que incluso en el caso de políticas «duras» respaldadas por alguna evidencia (por ejemplo, el endurecimiento de las penas como estímulo del desestimiento terrorista), si no van acompañadas de otro conjunto de medidas (una política penitenciaria que evite el uso instrumental de las cárceles por parte de los radicales) pueden acabar siendo totalmente contraproducentes.
Combatir la radicalización
Entre la mano dura y la inacción hay muchas cosas que hacer. No debemos olvidar lo que dice Perkoski (2010): «la lucha contra el terrorismo requiere un esfuerzo multidimensional que abarque todos sus aspectos». Por eso, el tema, como de costumbre, es muy extenso. Abordaremos fundamentalmente los puntos en los que la psicología puede aportar cosas interesantes.
¿Qué funciona contra el terrorismo?
Esa es la pregunta clave que se repite incesantemente. La mala noticia es que, como decía hace un par de años Dylan Matthews, aún no tenemos una idea clara; la buena es que, poco a poco, estamos consiguiendo definir la imagen. Por eso, resulta interesante constatar que las estrategias para promover el desistimiento y para frenar los nuevos procesos de radicalización parecen, en términos generales, muy parecidos. LaFree y Miller (2008) hicieron una revisión de la investigación criminológica sobre los factores que hacían más probable el desistimiento de las actividades delictivas y lo relacionaron con las peculariedades de la violencia política. Encontraron algunas cosas interesantes.
Hay siete elementos que parecen incidir en la continuidad o el desistimiento del radicalismo violento:
- Coste/Beneficio: La existencia de una estructura de incentivos adecuada, proporcional y justa (castigos y amenazas de castigo) asociados a dichas actividades hace más probable el desistimiento.
- Fortalecer relaciones positivas: Del mismo modo actúa la creación de lazos sociales fuertes con personas no vinculadas al radicalismo (familia, amistades, etc.).
- Debilitar relaciones negativas: Por el contrario, la escasez de entornos y contextos sociales con una alta tolerancia al crimen debilitan la violencia política.
- Equidad percibida: La ausencia de frustación o, en el peor de los casos, la existencia de mecanismos eficaces de canalización contribuye al desistimiento.
- Zonas de sombra: La reducción de las situaciones y/o oportunidades para participar en crímenes.
- Interdependencia: La reducción de la desigualdad y el conflicto a través de la reforma de las estructuras sociales e institucionales.
- Legitimidad: La legitimidad (percibida) de los sistemas legales.
Como podemos ver, el análisis de LaFree y Miller confirma la necesidad de un enfoque multidisciplinar. Reflexionemos un momento sobre los retos que desde un punto de vista psicológico plantean las políticas contra la radicalización.
Un marco psicológico para el terrorismo
Por todo lo que hemos comprobado tanto en posts anteriores como en este de hoy, las circunstancias que promueven la emergencia de grupos radicales parecen ser producto de lo que conocemos como ‘macrocontingencia’ (Glenn, 2004). Llamamos macrocontingencia al conjunto de comportamientos de diferentes individuos que, aunque adquiridos individualmente, generan un producto acumulativo que queda fuera de la contingencia. En circustancias normales las personas aprendemos de las consecuencias de nuestros actos porque éstas «caen dentro de las contingencias» y, de esa forma, podemos ir adaptándonos al entorno. Con las macrocontingencias esto es mucho más complejo sencillamente porque el producto acumulativo no se percibe como una consecuencia y, de esa forma, la adaptación es muy difícil.
El ejemplo clásico es el cambio climático. El comportamiento individual de millones de personas genera un producto acumulativo que no afecta directamente a esos comportamientos. Por ello, la forma de corregir esos comportamientos es mediante control socio-verbal: convenciendo al personal de que una conducta que individualmente no conlleva un riesgo medioambiental significativo, es algo verdaderamente serio. Sin construir esa ‘legitimidad social’, la medidas usuales de política pública (multas, impuestos, tasas, etc…) tienen serios problemas de aplicalibilidad.
En este momento es cuando aparece un problema imprevisto. La gente hace las cosas que hace por un motivo. Es más, normalmente las hace por muy buenos motivos. Como he explicado en otras ocasiones, si presionamos socialmente para cambiar algunas conductas, podemos estar provocando desajustes importantes y consecuencias indeseables.
Combatir la desigualdad y la discriminación (cosas que según hemos visto promueven el desistimiento) puede acabar por incrementarla. No se puede cambiar el mundo solo con buenas intenciones. Lo cual, digámoslo claro, es a la vez una decepción y una promesa.
Cuatro ámbitos de intervención y la necesidad de una tecnología social más precisa
Podemos identificar cuatro ámbitos de intervención psicológica (Ribes, 1986) que, aunque fuertemente interrelacionados, nos permiten analizar cómo podemos trabajar desde la psicología la radicalización:
- Intervenciones y alteraciones disposicionales: Incluye procedimientos para cambiar los objetos y las situaciones físicas. La arquitectura, las dinámicas sociales, la colocación de los servicios sociales, los sistemas de elección de colegios, etc… son cosas que afectan profundamente a las relacione sociales. Hay barrios como el ya famoso Príncipe o muchos Bandelieues franceses que parecen diseñados para fomentar la radicalización.
- Intervenciones y alteraciones en el entorno social: Incluye procedimientos para cambiar los entornos de socialización. El diseño institucional puede incidir significativamente en el papel de las personas como auspiciadoras, propiciadoras, mediadoras del comportamiento de otras personas suscebtibles de verse envueltos en procesos de radicalización.
- Intervenciones y alteraciones en la conducta individual: Incluye procedimientos de intervención directa sobre personas radicalizadas y/o susceptibles de radicalización. Los psicólogos y trabajadores sociales de los centros educativos, centros sociales o centros de salud tienen un papel fundamental en este tipo de intervenciones.
- Intervenciones y alteraciones en el discurso público: Este último ámbito incluye los procedimientos de los que escribíamos en el apartado anterior relacionados intervenciones de tipo mediático sobre las conductas.
Sea como sea, lo que parece evidente es que aún nos queda mucho que aprender y mucho por investigar. Y pese a la histeria colectiva que se desata cada cierto tiempo, debemos ser conscientes de que la única promesa creíble de acabar de una vez por todas con el terrorismo es la que ofrecen los esfuerzos multidisplinares y el desarrollo de una tecnología social precisa. Vayamos a por ello.
Otras entradas de la serie:
Alfonso Muñoz dice
Hola Javier. Quería felicitarte por haber sacado este tema en psicología, algo a lo que muy poca gente se ha atrevido, al menos con rigor. De hecho, por mis estudios actuales he tomado una vía que combina ambos: psicología y yihadismo (se que no sólo se habla de esta modalidad en vuestro artículo de terrorismo pero es el que está más en boga) y vuestra iniciativa me animó a escribir un par de artículos en Psicomemorias. ¿Qué te parece el estudio de Vernhaus sobre los aspirantes y reclutas de Al Qaeda? No se si lo conoces, pero en él, básicamente se renunciaba a los preceptos «clasicos» de adhesión al fenómeno terrorista y se volvía a las bases, a preguntar a esas mismas personas lo que les llevó a ello. ¿Crees que es representativo? Huelga decir que en muchos puntos los motivos difieren mucho de los tradicionales academicamente.
Gracias de nuevo por los artículos, han sido una inspiración.
Javier Jiménez Cuadros dice
¡Hola, Alfonso!
He leído tus posts y me encantan. Pero vamos, es lo que me suele pasar con vuestra web <3
Sobre Vernhaus y su 'Why youth join Al-Qaeda?', he de confesar que solo lo he leído por encima y lo tengo en la lista de 'pendientes' para estudiarlo más a fondo. La verdad es que en general yo soy más partidario de una metodología más 'etic' y menos 'emic', pero he de reconocer que los resultados de Vernhaus me sorprendieron gratamente.
Me quedo con tu correo y cuando lo lea con calma, te escribo y hablamos 🙂
¡Muchas gracias!
Marisa dice
Muchas gracias por el trabajo, estaba estudiando la radicalización y me faltaba un elemento que consideraba esencial. El psicologo. Se puede etudiar este tambien para los procesos de desradicalizaión
Luis Tovar dice
Ser radical significa ir a la raíz de los asuntos y de los problemas. Sólo significa esto, y no otra cosa.
Radical viene del latín «radix» que significa literalmente raíz. Esto es, el radicalismo, o el ser radical, es nada más que preocuparse por descubrir y conocer la raíz de un asunto, un problema, una idea, un acontecimiento, o cualquier otro fenómeno, y actuar sobre ella.
Por tanto, ser radical no significa ser violento, ni ser fanático, ni ser perjudicial. No conlleva nada de esto. Sin embargo, a menudo se usa como sinónimo de actitudes violentas y dañinas.
Creo que no se trata sólo de un problema semántico sino tal vez de alguna clase de intento de demonizar el radicalismo entendido en su sentido originario, es decir, entendido como la actitud que trata de buscar la verdadera causa de los fenómenos e incidir sobre ellos. No me parece que sea inocente o casual que los medios de comunicación hablen del radicalismo habitualmente para asociarlo con acciones violentas.
Criminalizar el radicalismo pareciera alguna clase de táctica para asociar el término a lo dañino, mediante la técnica psicológica del condicionamiento operante, con la finalidad de favorecer así que sólo se consideren aceptables las propuestas superficiales que no atienden a las causas de los problemas.
Este condicionamiento provoca que si alguien propone iniciativas radicales automáticamente será rechazado porque habremos interiorizado que el radicalismo es algo malo de por sí; aunque en la realidad el planteamiento radical no sea violento, ni perjudicial, ni dañino. De este modo, aunque se demuestre que la propuesta radical es viable, razonable, y sensata, será tachada de forma inconsciente sólo por ser radical.
Si rechazamos el radicalismo entonces ya sólo nos queda ser superficiales. Que seamos superficiales es por supuesto lo que el status quo y los poderes establecidos desean ante todo. Quienes se benefician de la injusticia no quieren análisis ni cambios profundos, y sólo aceptan modificaciones cosméticas que no afecten a las relaciones de poder establecidas.
No pretendo revertir el error para defender que el radicalismo sea necesariamente algo bueno en sí mismo. Esto sería la otra cara del mismo error. Una postura radical debe demostrar que es justa y beneficiosa y el solo hecho de ser radical no equivale a que lo sea necesariamente. Nada más pretendo concienciar sobre la demonización en contra del radicalismo y argumentar que el radicalismo no debe ser interpretado como sinónimo de algo malo.