La violencia en las relaciones de pareja no solo aparece en los matrimonios adultos o en parejas que conviven o han convivido, sino también en las relaciones de jóvenes que salen juntos o tienen una relación de noviazgo (Frieze, 2005; Muñoz-Rivas, Graña, O’Leary y González, 2007). De hecho, la violencia durante el noviazgo podría ser un predictor de la agresión dentro del matrimonio (White, Merrill y Koss, 2001). Cuando hablamos de este tipo de violencia incluimos conductas tanto de tipo físico (empujones, bofetadas, golpes…), como de tipo verbal/emocional (insultos, chantajes…) y sexual (obligar a mantener una relación sexual…) que tienen lugar en el contexto de las relaciones de noviazgo y que pueden ser perpetrados y sufridos tanto por varones como por mujeres.
Algunos estudios señalan que estos comportamientos son más frecuentes en las relaciones de los jóvenes que en las parejas mayores (González-Lozano, Muñoz-Rivas y Graña, 2003; Jackson, Cram y Seymour, 2000; Sabina y Straus, 2008). Es más, los elevados datos de prevalencia que encontramos en distintos estudios (e.g., Fernández-Fuertes y Fuertes, 2005; Makepeace, 1981; Straus, 2004) la han convertido en un campo de estudio que, en los últimos años, ha alcanzado una notable relevancia y en un problema de salud pública en distintos países y sociedades (Krahé, Bieneck y Moller, 2005). Por poner un ejemplo, en nuestro país, el estudio de Fernández-Fuertes, Orgaz y Fuertes (2011) con jóvenes entre 15 y 19 años, encontró que los porcentajes de victimización y perpetración de violencia física en el último año se situaban en torno al 24% y los de violencia sexual superaban el 50%. A la luz de estos datos y de los encontrados en otros trabajos, uno de los retos que tenemos que afrontar respecto al estudio de la violencia tiene que ver precisamente con encontrar indicadores que nos permitan estimar y conocer el alcance de este fenómeno (Armstrong et al., 2002).
La violencia en pareja se ha estudiado desde diversos puntos de vista y con metodologías diversas, si bien predominan los trabajos en los que un miembro de la pareja aporta información sobre los eventos violentos que tienen lugar en su relación (Brousseau et al., 2010). No obstante, algunos autores (Armstrong et al. 2002; Kenny et al. 2006; Teachman et al. 1995) consideran que es más adecuado estudiar la violencia desde el nivel de análisis de la pareja, es decir, preguntando a ambos miembros si alguna vez han agredido o han sido agredidos por su pareja. En un mundo en el que los recursos para la investigación son generalmente muy limitados, debemos plantearnos la siguiente pregunta: ¿tiene sentido llevar a cabo estudios con parejas que son más complejos y suponen más tiempo, esfuerzo y dinero que los estudios con individuos? A priori, podríamos pensar que si la experiencia de violencia en la relación es compartida, ambos miembros nos darían la misma información acerca de la prevalencia de los episodios violentos, por lo que preguntar a un individuo debería ser suficiente.
Sin embargo, hay trabajos que cuestionan esta premisa, ya que los datos acerca de la prevalencia de la violencia cambian sustancialmente cuando comparamos la prevalencia informada por cada uno de los miembros de la pareja individualmente con los datos que nos proporcionan la combinación de las respuestas de ambos. Por ejemplo, en un estudio reciente (Vicario-Molina, Orgaz, Fuertes, González y Martínez, 2015) con parejas universitarias, hemos encontrado que, respecto a la violencia física perpetrada por el varón, los porcentajes de parejas violentas fluctúan entre el 9.5% y el 21.9%. Así, cuando analizamos únicamente las respuestas del varón respecto a la agresión, el 9.5% de los varones dice haber agredido a su pareja. Sin embargo, cuando analizamos las respuestas de la mujer respecto a la victimización, el 19% de las mujeres dicen que han sido agredidas. Y si consideramos que la pareja es violenta cuando combinamos las respuestas de ambos miembros y al menos uno (la víctima o el agresor) reconoce la existencia de violencia, el porcentaje alcanza el 21.9%. Estas diferencias entre lo que señalan los dos miembros de la pareja pone de manifiesto que existe un importante grado de desacuerdo en sus respuestas, que en algunos casos alcanza y supera el 50% (Armstrong et al., 2002; Vicario-Molina et al., 2015).
Se suele asumir que la falta de acuerdo entre los miembros de la pareja se debe a la tendencia a infraestimar la violencia cometida (Szinovacz y Egley, 1995), y a que los agresores informarían en menor medida que sus parejas de los niveles de agresión (Szinovacz, 1983). Además, estos percibirían su conducta y sus efectos de una forma más positiva (Sinclair y Frieze, 2005). La deseabilidad social al responder sobre la perpetración de violencia y el estigma de ser un agresor son argumentos a tener en cuenta para explicar el desacuerdo, si bien los escasos estudios sobre la falta de acuerdo en los informes de violencia obtienen resultados mixtos que no necesariamente apoyan esta perspectiva. Así, la falta de acuerdo no se debe únicamente al hecho de que haya víctimas sin agresores, debido a que los agresores menosprecien o nieguen sus comportamientos violentos, sino también a que encontramos agresores sin víctimas, es decir, un miembro de la pareja señala haber perpetrado un comportamiento violento, pero su pareja no indica haberlo sufrido. De este modo, los factores que explicarían la falta de acuerdo entre los miembros de la pareja son más complejos y variados que la simple negación de la violencia, los problemas de memoria o las diferencias en la percepción (Hanley y O’Neil, 1997; Langhinrichsen-Rohling y Vivian, 1994). Por ello, parece necesario investigar de dónde surge el desacuerdo entre los miembros de la pareja.
No obstante, y mientras vamos indagando en esta cuestión, debemos plantearnos de nuevo la pregunta de si merece la pena llevar a cabo estudios en los que contemos con las respuestas de ambos miembros de la pareja a pesar del coste que suponen. Si como hemos visto, parece que las respuestas que aporta un individuo no son las que aportaría su pareja, los estudios diádicos merecen ser considerados. No decimos que los datos obtenidos en estudios diádicos estén exentos de sesgos y tampoco consideramos que sean la única forma de estudiar la violencia. Nuestra idea es que con ellos podemos obtener más información acerca de los niveles de violencia en las relaciones íntimas, ya que a partir de ellos es posible establecer distintos indicadores e incluso rangos de prevalencia, con un límite inferior que exigiría el acuerdo de ambos miembros de la pareja, y un límite superior en el que al menos uno de los miembros de la pareja señala ser víctima o agresor. Asimismo, nos permitirían ahondar en el estudio de las diferencias de género en la victimización y perpetración, e incluso evaluar los niveles de acuerdo o desacuerdo ante distintas escalas y cuestionarios diseñados para medir la violencia. Somos conscientes de que los estudios diádicos también estarán sometidos a dificultades metodológicas, y que seguramente no nos van a dar respuestas sencillas, pero pueden ayudarnos a plantear nuevas preguntas.
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