¿Quién no se ha preocupado alguna vez? Esta es quizá una pregunta baladí, porque a todos nos preocupan o pensamos en las cosas importantes de nuestra vida: la familia y los amigos, el trabajo, la salud, etc. En este sentido parece que la preocupación es un fenómeno normal que forma parte de los pensamientos del día a día de la mayoría de las personas. Pero, además, no es solo que sea algo normal, sino que sirve para algo, puesto que ayuda a anticipar futuras amenazas y a prepararnos para afrontarlo o solucionarlo. De hecho, hace ya más de tres décadas que un grupo de investigadores definieron la preocupación como “una cadena de pensamientos e imágenes de carácter negativo y relativamente incontrolables que representan un intento de los individuos por resolver mentalmente un problema cuyo resultado es incierto pero que contiene la posibilidad de uno o más resultados negativos” (Borkovec, Robinson, Puzinsky, y DePree, 1983), es decir, todo aquello que se pasa por nuestra mente y que pretende ayudarnos a resolver los problemas o dificultades de nuestro día a día, independientemente de que estos problemas sean más o menos graves.
Sin embargo, también es verdad que todos conocemos a alguien que, parafraseando el título de un libro, se preocupa por todo y por nada (Ladouceur, Bélanger, y Léger, 2008), es decir, personas cuyo problema es que se preocupan demasiado. «¿Y si le ocurre algo mientras va al trabajo?”, “¿acertaré con este traje para esta cena tan importante?”, “¿por qué siempre me ocurre lo mismo y no soy capaz decir lo que pienso?”, “¿por qué siempre tengo que estar preocupándome?”… son pensamientos que podrían ejemplificar una de esas cadenas de preocupaciones que a veces pueden invadir nuestra mente y que no parecen muy distintas de las preocupaciones que cualquiera de nosotros podría tener. Así es, la diferencia entre la preocupación normal y la preocupación problemática es principalmente cuantitativa -es más frecuente, duradera, así como es desproporcionada y se asocia a niveles más altos de ansiedad-, aunque también es verdad que su contenido es más vago y abstracto, cambiando de una preocupación a otra con mucha facilidad y rapidez (Newman, Llera, Erickson, Przeworski, y Castonguay, 2013). Quien se preocupa de forma saludable sabe de qué se preocupa; quien lo hace de forma no saludable puede llegar a perderse hasta en el objeto de su preocupación.
De esta manera, la preocupación problemática interfiere en el funcionamiento cotidiano de las personas. Se encuentran en un estado de hipervigilancia constante porque están convencidos de que algo terrible va a ocurrir y no pueden tolerar esa incertidumbre. Pero, al mismo tiempo, preocuparse tiene para ellas un valor positivo, porque creen que preocuparse es bueno. Esta preocupación excesiva, también conocida como expectación aprehensiva, se considera el componente nuclear del trastorno de ansiedad generalizada (TAG). Tanto es así que en el 2010 Andrews et al. propusieron que este problema debería llamarse trastorno de preocupación excesiva, para subrayar esa preocupación excesiva e incontrolable sobre una amplia gama de temas o acontecimientos cotidianos que se asocian a un malestar significativo e interfieren en el funcionamiento cotidiano es lo que definía a este trastorno. Para la última versión del DSM la propuesta no cuajó y se mantuvo el nombre de TAG (APA, 2014).
Más allá de los diagnósticos, ¿por qué la preocupación puede llegar a convertirse en excesiva? Como casi siempre ocurre en psicología, parece que en su origen confluyen múltiples factores que, más allá de ser determinantes, contribuyen a aumentar el riesgo de que esta llegue a ser problemática, entre los que se encuentra la personalidad –sobre todo cuando ésta es más ansiosa e insegura–, los modelos educativos –especialmente aquellos que protegen mucho– y otros elementos como pueden ser la experiencia de sucesos estresantes recientes –por ejemplo, la muerte de un ser querido, la pérdida del trabajo- (Newman et al., 2013). Por el contrario, no se ha encontrado que los aspectos de la neurobiología tengan un papel claro, porque, aunque en las personas con preocupación excesiva se ha detectado que algunas áreas cerebrales –concretamente, la amígdala (un área encargada de regular las emociones) y el córtex (la parte del cerebro que planifica y regula la acción)– se comunican de una manera más lenta, no se puede concluir si estas diferencias son causa o consecuencia (Mochcovitch, da Rocha Freire, Ferreira García, y Nardi, 2014).
Sin embargo, es quizá más interesante saber el porqué de su mantenimiento y, de nuevo, existen diferentes explicaciones a esta cuestión que más que excluyentes, parecen ser complementarias. Algunas de ellas son ya clásicas como la de Borkovec (revisada en Borkovec, Alcaine, y Behar, 2004) que concibe la preocupación como un mecanismo de evitación cognitiva. Rumiar nuestras preocupaciones permite reducir malestar, puesto que la preocupación, al tener un formato eminentemente verbal, inhibe visualizar la desgracia que anticipan, lo cual es mucho más aversivo, y, además, como su contenido es variable, no llega a comprobarse que las peores predicciones no se cumplen, y que no merece la pena pensar ese tipo de cosas. Este mecanismo de evitación, simultáneamente, funcionaría como una especie de estrategia de afrontamiento, porque la persona tiene la sensación de control sobre la situación (refuerzo positivo), al que, además, subyace la creencia supersticiosa de “si lo pienso, no pasará”, que se confirma porque, efectivamente, no pasa (refuerzo negativo). Por ejemplo, “¿acertaré con este traje para la cena?”: el pensarlo inhibiría ver cómo las personas que están allí nos miran mal y hablan por lo bajo para criticar nuestro estilismo, en el caso de que algún comensal lo hiciera, pero también genera ansiedad, por lo que se cambia a otro tema diferente, impidiéndose que se habitúe y que compruebe que en realidad no pasa nada, a la par que el pensar qué ponerse hace que tengamos la sensación de hacer algo (refuerzo positivo) y, como luego nadie dice nada de nuestro atuendo, se refuerza esta forma de proceder.
Este modelo es complementario al modelo metacognitivo, propuesto por Wells (1995), que establece dos grandes tipos de preocupaciones, las de tipo 1 o sobre aspectos de la vida cotidiana, y las de tipo 2 o metrapreocupaciones, es decir, estas personas no es que se preocupen, ¡es que llegan a preocuparse por estar preocupados! Todo esto se mantendría porque existen una serie de creencias positivas al respecto (preocuparse es bueno porque ayuda a solucionar problemas y da sensación de control), pero también porque existen creencias negativas asociadas a la preocupación: al considerarlas incontrolables y peligrosas, activarían la metapreocupación y elevarían la ansiedad y el malestar, lo que confirmaría que, efectivamente, se está perdiendo el control. De este modo, se establecería un círculo vicioso que activaría nuevas preocupaciones de tipo 1, que al cambiar de tema, impiden que la persona se habitúe a esos pensamientos. Siguiendo con el ejemplo de la cena, como tenemos ansiedad y malestar, aunque creemos que nos estamos enfrentando a este problema y da sensación de control, también nos damos cuenta de que algo no va bien y el malestar experimentado confirmaría que no estamos controlando nuestro pensamiento, de forma que empezamos a preocuparnos por preocuparnos. Puede verse este modelo de manera gráfica en la figura siguiente:
Posteriormente a este modelo, ha surgido otro que trata de integrar todos estos mecanismos propuestos por Wells y el equipo de Borkovec, considerando que a todos ellos subyace un proceso común que sería el elemento nuclear de la preocupación problemática: la intolerancia a la incertidumbre (Dugas et al., 2005), entendida como una “tendencia exagerada a encontrar inaceptable la posibilidad, aunque sea mínima, de que se pueda producir un evento negativo”, que, por tanto, trata de controlarse y evitarse. Este modelo integrador es muy interesante porque habilita un programa de intervención no tanto dirigido a habituarnos a las preocupaciones para reducir la ansiedad asociada a ellas, sino más a aprender a identificarlas y a regularlas. Para ello, trabaja sobre tres pilares fundamentales: (1) la modificación de las creencias irracionales asociadas a la utilidad de la preocupación, (2) la modificación de la intolerancia a la incertidumbre y, (3) el desarrollo de una orientación positiva a los problemas.
Esta entrada tiene una segunda parte: Entonces, ¿de qué tengo que preocuparme?
Juan Antonio Martin Martinez dice
Muchas gracias por estos artículos tan esclarecedores.
Tenemos el caso de un familiar de 79 años al que le han diagnosticado deterioro cognitivo recientemente, quien se ajusta a esta descripción y que tras la muerte de su última hermana, ha sido cuando se han agudizado estos síntomas de «preocupación por todo y por nada», con tic nerviosos, insomnio, ansiedad, falta de apetito y un miedo generalizado que le impide incluso salir a la calle solo.
Un afectuoso saludo.
Inés Magán Uceda dice
¡Hola Juan Antonio!
Muchas gracias por tus palabras. En ocasiones, ante tales sucesos, se puede reaccionar como ha hecho tu familiar, puesto que necesitamos tiempo para asumir esa pérdida. No obstante, si veis que esto no cambia, yo os animaría a que buscarais algún tipo de ayuda. Existen grandes psicólogos que seguro pueden ayudarle. Un afectuoso saludo
Luis Gómez Encinas dice
Sería interesante profundizar en los nexos de la «preocupación problemática» con los modelos educativos y, sobre todo, con el sistema de seguridades que rige nuestras sociedades de bienestar.
Vivimos rodeados de protocolos y cauciones que nos han hecho pensar que podemos controlarlo todo. Creemos saber la probabilidad de que Grecia quiebre pasado mañana, el impacto de la próxima epidemia de gripe en una cohorte de edad específica, y hasta la posible peligrosidad de un viajero en un aeropuerto en función de su apellido.
El estado de hipervigilancia de ciertas personas sería, entonces, un reflejo de este sistema social de control del riesgo -que con el tema del Big Data sin duda irá a más.
Tendríamos que aprender a convivir mejor con la incertidumbre y lo inevitable. Los padres actuales, por ejemplo, establecemos una sobreprotección ridícula a nuestros hijos, intentando por todos los medios que -desde los primeros pasos- no se hagan ningún chichón, y después preservándolos de todas las heridas que nosotros sufrimos en carne propia al montar en bicicleta, jugar a fútbol… -por no hablar de las cicatrices emocionales.
El otro día leí un tweet de Guido Corradi que inmediatamente pinché como favorito, porque me pareció genial: «Si todo va perfectamente, tienes un gran problema. Aún no has visto la catástrofe».
Saludos!
@luisgencinas
Inés Magán Uceda dice
Hola Luis,
Totalmente de acuerdo contigo, quizá una de las cosas más importantes a aprender es que no podemos controlar todo y que tenemos que aprender a convivir con la incertidumbre. En muchas ocasiones, somos una especie de «esclavos» de esa necesidad de control… Y, en cierto sentido, esto se refleja en la sociedad en la que vivimos…. Gracias por tus comentarios. ¡Un saludo!
Cristina Sánchez dice
¡Enhorabuena por la publicación!
Me ha parecido muy interesante el planteamiento del último modelo.
«¿y si..?» ¿Quién no ha tenido esa pregunta de un lado al otro en la cabeza? En muchas ocasiones, sin darnos cuenta, queremos intentar controlar situaciones que están fuera de nuestro alcance, como bien dice, acabamos preocupándonos en exceso por sucesos que no nos corresponden y entramos en un interminable espiral del que nos será difícil salir.
Es necesario simplificar los problemas y darnos un descanso.
«Deje de sufrir por todo y por nada» Fue una gran recomendación por su parte.
¡Un Saludo Inés!
Inés Magán Uceda dice
Hola Cristina,
Efectivamente, todos nos preocupamos y esto es normal y nos ayuda en muchas ocasiones. El problema viene, como en casi todo en psicología, cuando es desproporcionado o muy frecuente y duradero. Es decir, cuando en vez de ayudarnos, nos interfiere. Gracias por tus apreciaciones. ¡Saludos!
Pedro dice
Namasté Inés,
Según he podido entender, una cosa es el miedo a un peligro que nos llega por un estímulo visual, por ejemplo. «La imagen» va a la amígdala y al neocórtex; y en tanto que el neocórtex hace su trabajo, la amígdala «va preparándonos» para huir.
Pero, ¿y qué pasa cuando el temor se debe a un producto de la imaginación o de la memoria?
En ese caso, ¿alcanza a llegarle a la amígdala alguna información como si se tratase de cualquier otro «estímulo visual» (por ejemplo)?
Gracias de antemano 🙂