La expresión «perspectiva de género» ha ido ganando popularidad desde hace tiempo, por lo menos en los círculos académicos. Fundamentalmente, este concepto –distinto de sensibilidad de género; de ello hablaremos otro día– hace referencia a un cambio de enfoque cognitivo acerca de las cuestiones de género, que deriva en una forma diferente de mirar e interpretar la realidad. Podríamos comparar el proceso con una operación de cataratas en la cual se produce –de una forma que suele ser algo menos progresiva, eso sí– un cambio de lente que nos permite, al salir del “quirófano”, divisar la realidad de una forma más certera, holística y diáfana, aunque también más intelectualmente compleja -–algo que, como es sabido, a algunas personas no les resulta atractivo. La escritora Gemma Lienas Massot, en su multipremiada introducción al feminismo dirigida a preadolescentes, ilustra la adopción de la perspectiva de género –o feminista– con un bello símil consistente en colocarse unas «gafas violetas», las cuales permiten corregir las muchas dioptrías de machismo que –bien inconsciente, bien orgullosamente– carga la mayoría de la población.
Es precisamente desde este sesgo perceptivo y cognitivo desde el que se ha construido, y se sigue construyendo encima del error acumulado, lo que viene a llamarse el corpus de conocimiento humano. Prácticamente ningún ámbito del conocimiento se escapa: historia, derecho, literatura, psicología, biología, economía y –como no–, medicina. Y, como dice la frase erróneamente atribuída a Joseph Goebbels, “una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad”: el error acumulado opera, casi siempre, al servicio de los intereses del status quo, y fundamenta las disciplinas sobre una base teórico-práctica de apariencia sólida, indiscutible e impenetrable.
Vivir más, pero vivir peor
En la IV Conferencia Mundial de la Mujer en Pekín (1995), la OMS reconoció la existencia de desigualdades de género en la salud, al tiempo que instó a los gobiernos a reducirlas. Los Estados miembros, entre ellos España, han firmado desde entonces acuerdos internacionales en los que reconocen que el género es un determinante de la salud de las personas. La Declaración de Madrid (2001) reconoce que, debido a diferencias biológicas y a los roles de género, mujeres y hombres tienen diferentes necesidades, barreras y oportunidades en la salud. A esto, que es muy cierto en referencia a la estructura de los sistemas sanitarios, yo añadiría el hecho de que, como indican autores como Kasper (2005) u Oertelt-Prigione y Regitz-Zagrosek (2012) , también tienen distintas probabilidades (factores de riesgo) y mecanismos de enfermar, y además, por medio del fenómeno del sesgo de género en la praxis médica (sí, existe y está ampliamente reportado en la literatura; véase Ruiz-Cantero, 2010 o Vinyals, Mora-Giral y Raich-Escursell, 2015), también difieren en la forma de ser abordados diagnóstica y terapéuticamente por parte del sistema sanitario, encarnado en la figura de las y los profesionales médicos. Es sabido que, como nos refieren autores como Guallar- Castillón et al., (2005), Holter, Svare y Egeland (2009), Ogburn, Voss y Espey (2008) o Rohls, Valls y Pérez (2005) las mujeres gozan de mayor esperanza de vida, pero también sufren más morbilidad, discapacidad y cronicidad; es decir, su calidad de vida es menor. Sabemos que, en parte, esto está relacionado con la relación diferencial que tienen hombres y mujeres con el sistema de salud. Por ejemplo, las mujeres usan más la atención primaria y lo hacen no solo para ellas, sino también para la comunidad, en su rol asignado de cuidadoras; los hombres usan más los servicios terciarios y, por tanto, tienden a acumular la utilización de las tecnologías médicas más sofisticadas y punteras (Ruíz-Cantero y Verdú-Delgado, 2004).
De hecho, las mujeres enferman –se diagnostican– con más frecuencia que los hombres y ello puede explicarse por razones de índole biológico, psicosocial (los roles de género) y cultural o estructural (mayor predisposición a consultar y a ser diagnosticadas, características de los instrumentos de medida que favorecen que las mujeres puntúen más, etc.). En particular, sobre todo en salud mental, cabe destacar que las características y aprendizajes vinculados al género femenino en el sistema heteropatriarcal: docilidad, baja autoestima, dependencia, baja asertividad, falta de sororidad (la solidaridad entre mujeres en el contexto patriarcal), conflicto con la competitividad, etc. y la mayor vulnerabilidad objetiva al maltrato (por parte de parejas, padres, hermanos, jefes…) aumentan la probabilidad de enfermar en las mujeres. Está sobradamente descrito (Russek, 1967; Peterson et al., 1991; Sheridan, Dobbs, Brown y Zwilling, 1994; Chrousos, 2000; Kimyai-Asadi y Usman, 2001) que el estrés provoca la sobreactivación de diferentes sistemas fisiológicos y es factor de riesgo, especialmente, a nivel cardiovascular e inmunológico; por tanto, cualquier situación que implique un estrés importante y sostenido en la persona podrá relacionarse estadísticamente con patología. Respecto a la relación entre estrés y género no es ningún secreto que vivir en una sociedad patriarcal es una fuente de estrés continuada tanto para hombres como para mujeres (Eisler, Skidmore y Ward, 1988), pero dadas las cifras, quizás lo es especialmente para estas últimas (Calhoun, Atkeson y Resick, 1982;Krug, Mercy, Dahlberg y Zwi, 2002; WHO et al, 2013). Sufrir por si seremos violadas si salimos solas de noche, o de día, o si vestimos pantalones, o falda; anticipar los sentimientos negativos y destructivos que me invadirán si hoy alguien me llama loca, gorda o tonta, y aún más cuando, según la publicidad y la educación recibida, lo más probable es que me merezca estos calificativos por no ser lo bastante superwoman; experimentar ansiedad de anticipación por si alguien me acosará verbal o físicamente –sexualmente– por la calle o en el trabajo; sufrir por si me despedirán por quedarme embarazada; preocuparme por quién irá a buscar a las niñas al colegio, preparará la comida, cuidará de los abuelos y trabajará ocho horas al día, etc. Y esto cada día, 24/7 (Orth-Gomér et al., 2000; Orth-Gomér y Leineweber, 2005; Orth-Gomér et al.,2009). Algunas personas me hicieron notar un día su sorpresa por una noticia que relacionaba inversamente la soltería con el riesgo de padecer eventos cardiovasculares. Quizá pueda ser interesante pensar cuál es el día a día de una mujer casada promedio y compararlo con el de una mujer soltera promedio, y éste con el de una mujer divorciada cuidadora principal de los hijos en solitario por orden y gracia de una sentencia judicial.
Sin embargo, si bien el reconocimiento de la realidad diferencial de los géneros es necesario para la construcción de un sistema sanitario no solamente más justo y eficiente, sino también –llanamente– más realista, no es suficiente. Un proceso similar ocurrió con la población infantil versus la adulta. Antiguamente se concebía a los niños como hombres miniatura (por si alguien se lo pregunta, las niñas venían a ser la versión soft de los niños, y las mujeres la de los hombres). No fue hasta que un estudio más pormenorizado –sobretodo, la colocación de una lente cognitiva adecuada– puso de manifiesto que, en realidad, se trata de poblaciones cualitativamente diferentes, por lo que surgió la pediatría. En aquel caso, pues, fue necesaria la creación de una especialidad médica específica; y organizativamente, concluido el periodo competencial de la misma, los sujetos son integrados en el sistema general de salud. ¿Cuál es, sin embargo, este sistema general de salud, que se construye por y para una minoría prototípica? Lo expuesto hasta aquí para el caso del género aplica también, obviamente en un marco interseccional, con otros sistemas de poder como pueden ser la etnia o la orientación sexual. ¿Cuántas personas en la población acumulan realmente las características correspondientes a los diferentes polos de poder (hombres, heterosexuales, blancos, de mediana edad, cisexuales (cuya identidad de género y su género asignado al nacer concuerdan), neurotípicos…)?
Sin embargo, es muy importante comprender que una medicina sesgada perjudica no únicamente a las personas que se sitúan, en un hipotético sumatorio interseccional, en la periferia del poder; también puede resultar perniciosa para aquellas personas que se han tomado como referencia, como en el caso del sesgo de género podrían ser los hombres hetero y cisexuales. Este fenómeno, descrito en la literatura como mixed-blessing of male gender (Doyal, 2001) puede operar por mecanismos muy diferentes, pero algunos de ellos son especialmente esclarecedores en el campo que nos ocupa. El primero es la eventual sobreprescripción de pruebas diagnósticas y procedimientos, en algunos casos invasivos, a los cuales se pueden ver sometidos los hombres como otra cara de la moneda de lo que ocurre generalmente con las mujeres; en otros casos, en cambio, sobretodo en las patologías más feminizadas, sus síntomas y signos pueden merecer menos atención y ser infradiagnosticados y tratados. En segundo lugar, la masculinidad heteropatriarcal como rol puede actuar como factor modulador en el proceso de búsqueda de ayuda médica (por ejemplo, tardar más en consultar por vergüenza ante un problema sexual) o en el proceso de patogénesis en forma de factores de riesgo/protectores, por ejemplo, la costumbre masculina de fumar en las sociedades más tradicionales, la mayor presión de grupo para emprender conductas de riesgo para la propia vida y para la de las demás personas, o la educación emocional deficiente que reduce las competencias de los chicos y hombres para gestionar exitosamente su universo afectivo ( Sánchez-Núñez, et. al. 2008). En tercer lugar, y centrándonos sobre todo en países en vías de desarrollo, la salud reproductiva de las mujeres es una variable clave para la salud de su descendencia, tanto femenina como masculina (Sen, 2001); los hijos varones de madres bien atendidas durante el embarazo, el puerperio y el posparto tienen mayores probabilidades de gozar de buena salud, y para que ello sea posible la salud de las mujeres tiene que ser una prioridad en sus comunidades.Tanto es así, que este tema es una prioridad en los programas de estudio en el ámbito de SRHR (Sexual and Reproductive Human Rights). Es casi imprescindible el visionado de este vídeo:
Interview with Neelam Singh, Consultant Obstetrician & Gynaecologist, India (en inglés)
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