«En estos días democráticos, cualquier investigación sobre la fiabilidad y las peculiaridades de los juicios populares es de interés». Nadie podrá negarlo: pocas horas después de que Reino Unido haya decidido salir de la Unión Europea y dos días antes de unas elecciones generales que no parece que vayan a desbloquear el stand-by en el que estamos, nos encontramos con un sin fin de fenómenos electorales ‘extraños’ y sin precedentes que dejan claro que sí, que en estos días democráticos, cualquier investigación (sea la que sea) es de interés.
La frase con la que arranca este post es también, y sobre todo, la frase con la que arranca un artículo muy famoso publicado en Nature el 7 de marzo de 1907. En él, Francis Galton presentaba un curioso experimento que seguro que habréis escuchado alguna que otra vez.
Pesar de la democracia
En Plymouth, durante el transcurso de su feria anual de ganado, se invitó a los visitantes a acertar el peso de un buey. Tras examinar las estimaciones de los 800 participantes, Galton descubrió que la estimación media fue de 547 kilos. Teniendo en cuenta que el peso real del animal era de 543 kilos (menos de un 1% de error), Galton concluyó que «este resultado, en mi opinión, concede más crédito a la fiabilidad de un juicio democrático de lo que podría haberse esperado».
Al fin y al cabo, «el competidor medio [del concurso] está probablemente tan bien capacitado para realizar una estimación ajustada del peso del buey, como lo está un votante promedio para juzgar los méritos de la mayor parte de las cuestiones políticas que vota, y las diferencias entre los votantes para juzgar con justicia será probablemente la misma en ambos casos».
Este argumento ha sido esgrimido muchas veces como clave de bódeda de cierto discurso democrático: el promedio de la suma de todas nuestras opiniones, da como resultado una opinión cualitativamente mejor y cuantitativamente más ajustada que la de cada uno por separado.
No obstante, el argumento tiene algunos problemas que atenúan el optimismo de las conclusiones. Como dice el filósofo Gregorio Luri, «el juicio de los participantes no estaba influenciado ni por pasiones ni por la oratoria partidista; la mayoría eran granjeros experimentados en estos cálculos y, por último, señala que 30 estimaciones fueron descartadas por ser consideradas erróneas o ilegibles».
Los británicos están equivocados en casi todo
A Luri no le falta razón: la ‘opinión pública británica‘ creía que de cada 100 libras dedicadas a ayudas sociales, 24 son defraudadas (cuando la cifra real ronda los 70 peniques) o que el tanto por ciento de inmigrantes en Reino Unido representa el 31%, cuando en realidad ronda el 13%. En 2013, The Independent publicó un artículo titulado «El público británico está equivocado en casi todo«.
Pero no es un problema exclusivo del Reino Unido. En el caso español, por poner un ejemplo, los españoles creemos que nuestro país es mucho más corrupto que Grecia, Marruecos o China cuando las consultoras independientes internacionales dicen los contrario.
En cuanto despojamos al ideal democrático de su romanticismo todo se resume en una inmensa y colosal pantomima. Pedimos a gente sin conocimientos, interés o ganas que decidan sobre temas realmente complejos y fingimos creernos que su opinión tiene algún valor. Nos resistimos a aceptar la realidad: ‘el pueblo’ es una amalgama de adolescentes idiotas y manipulables, «una banda de bobos y babeantes babuínos» que sencillamente votan mal. Es hora de decirlo en voz alta y dar por cerrada, de una vez por todas, la gran «farsa democrática».
Este tipo de argumentos están en la calle. Y no es raro. Hoy, a pocas horas de unas elecciones que solo parecen ser una reposición de las últimas, cabe preguntarnos: ¿tiene sentido la democracia?, ¿tenía Galton razón y juntos pensamos mejor?, ¿o será verdad que las pasiones y la oratoria partidista nos ha nublado el juicio y vamos a un democrático choque de trenes?
Equivocados, pero no totalmente perdidos
¿Podemos iluminar el asunto desde algún punto de vista? Eso vamos a intentar: para empezar, y aunque no es el corazón de nuestro argumento, es una buena idea reflexionar sobre si la opinión pública es un buen termostato de la realidad social.
En 1995, Christopher Wlezien se preguntó esto mismo y llegó a la conclusión de que la opinión pública norteamericana se adaptaba constantemente a las decisiones políticas. Al menos en cuestiones relacionadas con el gasto social y de defensa. En el caso inglés, William Jennings sostenía en su último libro que el público puede estar mal informado acerca de las cosas, pero aún así sus percepciones cambian de manera apropiada. Así, por ejemplo, podemos ser engañados sobre la tasa de desempleo absoluto, pero podemos discernir con notable precisión si el desempleo es cada vez mayor o menor. Miren como «covarían» la tasa de desempleo y la preocupación percibida en Inglaterra desde los 80:
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo podemos estar equivocados en casi todo pero nunca demasiado equivocados? Es una buena cuestión. Yo tengo una teoría a la que llamo «el peso de Barrada».
Hace unos años, Juan Ramón Barrada realizó un trabajo sobre peso percibido e índice de masa corporal. Este trabajo es muy interesante porque, a diferencia del «peso de Galton» y contra el argumento de Luri, en el «peso de Barrada» sí que intervienen pasiones, ilusiones y, qué diablos, retóricas interesadas: hoy por hoy, la gente, y esto es una intuición personal, no quiere estar gorda.
Usando la Encuesta Nacional de Salud de 2012 podemos estudiar no solo su peso y altura sino también su percepción personal. Como explica Barrada, en la encuesta se le pregunta a los participantes cosas como «En relación a su estatura, diría que su peso es: bastante mayor de lo normal, algo mayor de lo normal; normal; o menor de lo normal».
Con esos datos podemos ver que «según vamos incrementando el índice de masa corporal [el peso], va subiendo el nivel de estatus de peso percibido en el que es más probable situarse». Es decir, la conclusión de la investigación de Barrada y de otras investigaciones similares es que somos bastante buenos estimando nuestro propio peso. ¿Podemos reconstruir a partir de aquí el argumento democrático de Galton?
Re-pesando la democracia
No si no reconstruimos antes la noción que tenemos de democracia. Al fin y al cabo, la democracia es un «concepto interpretativo» (Dwokin, 2006). Recordemos que para Galton el votante, en un sistema democrático, debe «juzgar los méritos de […] las cuestiones políticas que vota». En cambio, ¿y si el votante debiera «conocer su situación, sus preferencias e intenciones» y expresarla mediante el voto? Los argumentos que exponía Luri (y que estamos escuchando hoy) tendrían mucha menos fuerza.
No es una idea ajena a la teoría política. Nadia Urbinati, en «Representation as Advocacy» (2000), sostenía que el punto central de la representación no debe ser la suma de intereses, sino la preservación de los desacuerdos. Es decir, no se trata tanto de agregar a los ciudadanos ideológicamente (Sánchez-Cuenca, 2010) como representar (y mantener) las diferencias personales, comunitarias y sociales del país en cuestión.
Y para que eso funcione, solo tenemos que ser relativamente buenos evaluando nuestra realidad. Lo que nos da la posibilidad de reconstruir el argumento de Galton dejando al margen las tentaciones demagógicas y populistas.
De hecho, hay un detalle curioso. Según las investigaciones, somos buenos estimando nuestro peso excepto en los extremos. Es decir, quien más problemas tiene para percibir su peso son los muy delgados y los muy gordos. ¿Podría ocurrir algo así en la política? ¿Podríamos ser bastante buenos percibiendo la realidad política excepto en los extremos (es decir, los que tienen mucha y muy poca formación/interés en la cosa pública)? ¿Podría ser esto un argumento fabuloso para confiar en las democracias realmente existentes? Habrá que seguir investigando.
Lo que sí parece claro (desde un punto de vista psicológico) es que ayer no hubo un montón de británicos discutiendo de tratados internacionales. De la misma forma que el domingo, cuando se anuncie el escrutinio final, no estaremos escuchando a treinta y seis millones de españoles pronunciarse sobre los ‘méritos de los programas políticos’ que se presentan: estaremos escuchando a treinta y seis millones de personas hablando de su realidad.
Y si queremos que nuestra democracia siga siendo útil, más nos vale coger papel y lápiz.
Daniel Alcalá dice
Genial artículo Javier, como siempre!
Sin embargo, me sigue reconcomiendo una duda: aunque el votante sea en general muy bueno estimando su realidad, ¿qué pasa si no lo es tanto estimando la distancia entre su realidad y «la realidad» de cada partido político? Es decir, entiendo que ser consciente de las propias circunstancias es imprescindible, pero ¿no lo es también saber trasladar esa noción de la realidad personal a un voto que vaya en concordancia? ¿No son ambas capacidades diferentes pero igualmente necesarias?