Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en el año 2014 España tenía una población de 46.771.341 habitantes, de los cuales 9.690.651 eran mayores de 60 años. Este dato supone que el grupo de población de “adultos mayores” representa el 20% de la población de nuestro país. Estas cifras son consecuencia de los avances sociosanitarios acumulados durante las últimas décadas, el descenso de la mortalidad infantil, la adquisición de hábitos saludables, etc.
Sin lugar a dudas, la esperanza de vida es uno de los indicadores más fiables de salud y nivel de desarrollo de un país (INE, 2014). En España la esperanza de vida es de 79 años para los hombres y 85 para las mujeres. Sin embargo, no se puede obviar que un incremento de la esperanza de vida también se asocia con un incremento en enfermedades asociadas a la edad. Entre ellas, la demencia. La Organización Mundial de la Salud define demencia como “síndrome –generalmente de naturaleza crónica o progresiva– caracterizado por el deterioro de la función cognitiva (es decir, la capacidad para procesar el pensamiento) más allá de lo que podría considerarse una consecuencia del envejecimiento normal” (OMS, 2012). Según Prince et al. (2013), la estimación de personas con demencia en el mundo en 2010 fue de 35,6 millones y la tendencia es duplicar el número cada diez años. Si bien este incremento no será tan acusado en Europa, sí lo será en países con niveles de renta baja y media.
Ante este escenario, muchos países, entre ellos el nuestro, necesitan y necesitarán en el futuro una serie de recursos para mantener la calidad de vida de sus adultos mayores. La neuropsicología, en sus diferentes vertientes –básica, clínica, etc.– es una de las disciplinas que puede contribuir a este propósito. De acuerdo con Barroso, Correia y Nieto (2011), la neuropsicología en el ámbito del envejecimiento tiene como objetivo: “estudiar los cambios que acontecen en los procesos psicológicos complejos (cognición, emoción y comportamiento) y su relación con los cambios que se producen en el cerebro (sustrato neural de los procesos citados)” (p. 259).
El análisis, descripción y categorización de las formas de envejecer desde un punto de vista cognitivo es un tema de investigación que ha resultado de interés desde hace décadas. Desde los primeros intentos como el Olvido Senescente Benigno y Maligno de Kral (1962), hasta el Deterioro Cognitivo Ligero (Albert et al., 2011; Petersen et al., 1999; Winblad et al., 2004) o hasta el más reciente Trastorno Neurocognitivo Menor, propuesto por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA, 2013). El principal método para conocer los cambios cognitivos asociados a la edad ha sido la evaluación neuropsicológica en estudios transversales y longitudinales. Sin embargo, no se puede obviar el importante papel de las técnicas de neuroimagen que han complementado y están ampliando nuestros conocimientos sobre el cerebro sano y patológico.
Envejecimiento cognitivo normal.
Una persona con envejecimiento cognitivo normal presenta alteraciones cognitivas sin intensidad suficiente como para interferir en la capacidad funcional de su día a día de forma significativa. Pero, ¿cuáles son esas alteraciones cognitivas y cuándo empezamos a envejecer desde un punto de vista cognitivo? Para contestar a estas preguntas podemos recurrir a estudios transversales donde se comparan cohortes formadas por personas de diferente edad. Por ejemplo, Park et al. (2002) realizaron una evaluación neuropsicológica exhaustiva a 342 participantes divididos en siete cohortes de edad (década de los 20, 30… 80 años). Los resultados mostraron que, en función de la edad, existía una disminución en el rendimiento en velocidad de procesamiento de la información, memoria de trabajo (verbal y visual) y memoria a largo plazo (verbal y visual). Por el contrario, las habilidades verbales aumentaban con la edad. Los autores concluyen que la disminución del rendimiento en las funciones cognitivas señaladas comienza ya en la década de los 20 años y seguirá un curso regular y continuo.
Existe una gran cantidad de factores que tienen lugar durante el ciclo vital y que explican la variabilidad en el proceso envejecimiento. Es bien conocida la influencia de los años de educación y actividad laboral (Stern et al., 1994), la nutrición (Singh et al., 2014), la presencia de factores de riesgo vascular -diabetes tipo dos, obesidad, hipertensión- (Kloppenborg, van den Berg, Kappelle, & Biessels, 2008), tabaquismo (Anstey, von Sanden, Salim, & O’Kearney, 2007; Cataldo, Prochaska, & Glantz, 2010), entre otros. Merece la pena señalar un estudio reciente publicado por Muller et al. (2014), pues en él observan que las influencias sobre nuestro envejecimiento cerebral podrían comenzar en el periodo prenatal. Concretamente, el bajo peso al nacer debido a la malnutrición materna o a la insuficiencia placentaria se asocia a un volumen cerebral menor en etapas tardías de la vida. Esta relación se vería modulada por el factor educación, de forma que altos niveles educativos compensarían los factores prenatales señalados.
Envejecimiento cognitivo patológico.
Conocer las características del envejecimiento normal nos permite detectar manifestaciones atípicas y valorar sus posibles consecuencias. Las alteraciones cognitivas que presentan estas personas repercuten en su actividad de la vida diaria, provocando una disminución respecto a un funcionamiento previo. Este cambio en la actividad diaria admite grados. Así, podemos encontrar casos con afectación mínima como el Deterioro Cognitivo Ligero (Petersen, 2004; Winblad et al., 2004) o con una afectación grave como en los casos de demencia (APA, 2008).
Si la evaluación neuropsicológica ha aportado una gran cantidad de conocimiento sobre el envejecimiento cognitivo normal, en el caso del envejecimiento patológico su importancia no es menor. Además de contribuir a la descripción de diferentes síndromes, la evaluación neuropsicológica en el envejecimiento patológico tiene un papel crítico, pues contribuye a diferentes aspectos (Edwards, Balldin & O´Bryant, 2015):
- Diagnóstico diferencial.
- Planificación del tratamiento.
- Control de la progresión del síndrome.
- Selección de participantes candidatos a ensayos clínicos.
- Detección de la eficacia de nuevos tratamientos.
Diagnóstico diferencial. A pesar de que la Enfermedad de Alzheimer (en adelante, EA) es la causa más común de demencia, con aproximadamente el 60-70% de los casos (OMS, 2012), también existen otras condiciones clínico-patológicas que pueden causar demencia. Por ejemplo, la Demencia por Cuerpos de Lewy, que se caracteriza por una mayor afectación visoespacial respecto a la EA (Tiraboschi et al., 2006). A pesar de que en la Demencia por Cuerpos de Lewy también se manifiestan alteraciones de memoria episódica como en la EA, un análisis cualitativo de la ejecución de pruebas que requieren el aprendizaje de una lista de palabras puede ayudar a distinguir entre ambos tipos de demencia (Hamilton et al., 2004).
Planificación del tratamiento. Un diagnóstico diferencial correcto nos permite seleccionar un tratamiento adecuado para esa persona. Farmacológico, no farmacológico o ambos.
Control de la progresión del síndrome. En un contexto donde las alteraciones cognitivas pueden deberse a una causa neurodegenerativa es necesario controlar longitudinalmente la progresión del síndrome. De hecho, el declive entre evaluaciones seriales en casos de Deterioro Cognitivo Ligero aportaría evidencia adicional sobre la causa subyacente del mismo (Albert et al., 2011).
Selección de participantes candidatos a ensayos clínicos. Por ejemplo, si se desea probar un nuevo fármaco para la EA todos los participantes deberían ser valorados con la misma evaluación neuropsicológica para garantizar que las personas que participan en el ensayo se encuentran en la misma fase de la enfermedad.
Detección de la eficacia de nuevos tratamientos. Partiendo del supuesto anterior, podrá comprobarse la eficacia de un tratamiento repitiendo la misma evaluación neuropsicológica previa al tratamiento, para poder determinar cuál o cuáles han sido los efectos del mismo.
Finalmente, se debe señalar que, además de la evaluación neuropsicológica, la neuropsicología clínica también puede contribuir a mantener la calidad de vida en el envejecimiento a través de programas de intervención no farmacológica. Dichos programas pueden diseñarse para mantener la independencia funcional de adultos mayores sanos, con objetivo de retrasar el declive cognitivo y funcional, como se ha demostrado recientemente en un estudio de diez años de seguimiento (Rebok et al., 2014). Evidentemente, también suponen una opción terapéutica en condiciones de envejecimiento patológico. Por ejemplo, en el Deterioro Cognitivo Ligero, se ha constatado que es un tratamiento viable para tratar las alteraciones cognitivas y funcionales (Li et al., 2011; Teixeira et al., 2011). Incluso se están realizando investigaciones cada vez con mayor frecuencia, que pretenden comprobar cuáles son los cambios a nivel de estructura y funcionalidad cerebral asociados a este tipo de intervenciones (Belleville & Bherer, 2012). En el caso de la demencia, los tratamientos no farmacológicos han demostrado, entre otros efectos, mejorar la calidad de vida en personas con EA y sus cuidadores (Olazarán et al., 2010).
En síntesis, la neuropsicología clínica puede facilitar la detección precoz de demencias y el diagnóstico diferencial entre síndromes, colaborar con áreas de tratamiento farmacológico y también proponer programas de intervención no farmacológica. Además, junto a la neuroimagen, seguimos acumulando conocimiento básico sobre la funcionalidad del cerebro. Por otra parte, la sociedad es cada vez más consciente de que la demencia no es una consecuencia normal del envejecimiento y de la disponibilidad de medios para reducir su impacto.
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